Uno de los nuestros

Fernanda Tabarés
Fernanda Tabarés OTRAS LETRAS

OPINIÓN

02 ago 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

De pequeños casi todos pensábamos que lo normal era que el verano oliese a incendio. Creíamos a pies juntillas que las vacaciones metían en la ciudad el perfume espeso del monte quemado y unas muxicas negras como el carbón que caían del cielo a la velocidad vacilante de una pluma. Era agradable respirar aquella atmósfera que los años sublimaron con el ingrediente tramposo de la nostalgia. Casi todos los niños crecimos viendo el contorno deslumbrante de las llamas cuando atosigan un bosque. Era fácil escuchar el crepitar del infierno y el viento furioso que siempre acompañan a un buen incendio. De pequeños, casi todos sentimos el efecto hipnótico que tienen las cosas bellas cuando intuyes que son horribles. 

De mayores supimos que aquel olor dulzón que encapotaba la ciudad cuando empezaba el bochorno era la evidencia de un fracaso. Cuando el martes ardió Palmés, en la ladera ourensana del Miño, los hidroaviones y los helicópteros danzaban al ritmo de Wagner con la contumacia grave del que sabe que su destino es trágico.

En esas horas, la gente buscó un lugar desde el que contemplar el espectáculo y ensayó un gesto colectivo de resignación esculpido a base de años y hectáreas devastadas. Más que los carballos muertos, parecía dolerles el fracaso. Más que por los soutos arrasados, la inquietud tenía que ver con la convicción de que toda aquella destrucción inútil tenía un responsable y ese responsable era uno de los nuestros.

De pequeños casi todos pensábamos que lo normal era que el verano oliese a incendio.