La muralla que nunca podrán derribar

Antón Parada

BARBANZA

22 ago 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Mientras escribo estas líneas, no dejan de llegar notificaciones de que los Mossos d’Esquadra acaban de abatir al presunto autor material del atentado ocurrido el jueves en las Ramblas de Barcelona y no puedo dejar de pensar en una escena que viví hace años en Madrid. Y es que recuerdo perfectamente cuando María, una de mis mejores amigas, me descubrió un lugar cercano a su piso al que solía acudir para pensar y evadirse. Este no era otro que las inmediaciones de la red de metro y cercanías donde explotó una de las bombas aquel funesto 11 de marzo de 2004. Al verme plantado ante los vestigios de fotografías y recordatorios en honor de aquellas 193 víctimas enmudecí. Nunca había conocido a ninguno de los rostros que allí resistían el paso del tiempo, pero el golpe me sirvió para aprender una gran lección. Un puñado de años más tarde, llegó la hora de pronunciarla en voz alta.

Lo que ha pasado en la capital catalana es perfectamente extrapolable a nuestra querida Santiago de Compostela o a cualquiera de las grandes ciudades gallegas, un peligro que no ha sido pasado por alto por los ciudadanos y residentes de dichas urbes. No obstante, tengo la impresión de que muchos de los que vivimos en municipios cercanos a las áreas de influencia de los grandes objetivos señalados por el Estado Islámico nos cubrimos los ojos con un velo de aparente calma y seguridad. Es necesario destacar que Alcanar, el municipio de Tarragona donde se produjo la explosión de las bombonas que tenían ambición por una tragedia mayor, cuenta con unos diez mil habitantes. Una cifra similar a la de Ripoll, localidad dónde supuestamente el imán captaba a jóvenes radicales.

Aunque las particularidades sociológicas están a años luz de ser las mismas, ¿por qué no podría darse una catástrofe similar en Ribeira, Boiro o Noia? En los últimos días he escuchado peticiones e ideas de todo tipo en la calle. Que si hay que llenarlo todo de bolardos y macetas, que si hay que infiltrar hasta en la mezquita y la sala de oración más minúscula al máximo número de policías... Creo que caminar por esa senda significa dejarle al terrorismo anotarse otro tanto, porque de lo que casi no he escuchado hablar es de impulsar medidas para unir a la sociedad originaria con los vecinos musulmanes, de establecer vínculos culturales y construir experiencias que desarmen a los vomitivos desfiles de la extrema derecha. Y que así la próxima vez se estrellen al toparse contra la muralla de la integración.