Las cosas. Ese mundo anónimo

Maxi Olariaga MAXIMALIA

BARBANZA

MATALOBOS

21 oct 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Siempre, en septiembre, desde hace unos años, cuando el otoño se instala en el espíritu de las caravanas de hojas muertas que vagan sin rumbo, girando sobre si mismas a merced del viento, acuden a mi memoria unos versos de Eva Veiga: «Poida que non teña importancia ningunha/ Pero hoxe sentín a perentoria necesidade/ De quitar as medias e os zapatos e andar/ Así sobre a terra branda e a follaxe deste/ Outono morno que non sei que murmura». Y cuando una y otra vez los versos de Eva martillean el yunque de mis recuerdos, me echo a andar ese camino del otoño.

Cuando caminas y te dejas llevar a ciegas por los aires nunca respirados, es cuando te fijas en las cosas. Te das cuenta al punto de los millones de cosas que guardas en el arcón de ébano que tienes por alma. La carretilla apoyada en la pared de un ultramarinos de mi calle. Estaba siempre allí y llegó a estar contenida en el árbol de abril que nacía sobre las losas bajo las que hoy yace muerta mi infancia.

En los soportales de O Curro siempre había castañas o fruta fresca, según que estación reinara y, tras las ventanas, acechaban las miradas a través de los visillos resecos que se caían a trozos. Las cosas estaban entonces por todas partes y habitaban en armonía con la respiración tranquila de aquellos días de gloria. Las macetas vivían como saltimbanquis suspendidas en el vacío piropeándose unas a otras en las mañanas de sol y una maraña de cables bajo los balcones servía de columpio a docenas de golondrinas que trisaban con acento del sur.

En el Forno do Rato, brillante y pulido como un rayito de luna, el coche de don Benito Lozano pasaba las horas holgazaneando en su sueño violeta y, cuando aquel otoño eterno amenazaba una torrentera, don Ramón Guerra descolgaba los bacalaos de la puerta de su ultramarinos y mi abuelo Pepe retiraba el baúl y dos maletas impecables que, a la puerta del comercio, aguardaban a que la tentación americana , cualquier noche inesperada, se instalara en el alma emigrante de la muchachada sin futuro.

A mi me gustaban las relojerías. Allí, en aquel silencio insobornable, sobre la mesa del taller, los cirujanos del tiempo con su monóculo milagroso, reponían tornillos diminutos, engarzaban espirales invisibles e injertaban rubíes a pulso en las grutas de la sala de máquinas de los relojes. Había miles de cosas y todas conformaban el orden perfecto en un paisaje caótico fuera de la prisión de la pantalla que hoy triunfa. El matachín afilaba su arma en A Fanequeira mientras con esfuerzo subían a su víctima al cadalso y de las cajas de las pescantinas huían camino de la ría las nécoras y los camarones.

Sobre el pretil del malecón dormían las redes acunadas por su ardora de escamas y las sábanas colgaban como banderas de paz de las galerías. Era un mundo abarrotado de cosas que parecían nacer allí cada amanecida para disfrute de los habitantes inocentes de aquel mundo de rosas y espinas que no volverá.

Mucho después de aquellos días, Eva Veiga escribió su verso sobre ese «outono morno que non sei que murmura». Pero aún antes, el gitano Melquíades, el chamarilero que Gabo incluyó en sus Cien años de soledad, ya voceaba por las calles: «Las cosas tienen vida propia, todo es cuestión de despertarles el ánima».