El agua cae con rumores antiguos. Ana, lavando los platos, descubre que tiene un hongo en la uña en el dedo meñique de la mano izquierda. Justo en la misma uña y el mismo dedo en el que su madre, Marisa, lo tuvo hace 25 años. Ana se acuerda perfectamente de los meses en que su madre se pasó las noches quejándose de aquel maldito hongo. Marisa se lo mostraba cada vez que se distraía, con ese extraño disfrute que tienen algunas madres cuando aplican torturas veniales a sus hijos.
Ana mira sus manos bajo el chorro y se pregunta cuándo se hicieron mayores. Recuerda que a su madre le dieron algo en la farmacia para eliminar ese hongo, «crecen con la humedad», le dijeron. Aquella micosis blanquecina iba colonizando su uña y casi su espíritu. La manchita todavía era pequeña, pero sabía que el hongo estaba ahí e iría lanzando sus esporas, multiplicándose, abarcando la uña entera.
Si tan solo pudiera dejar de lavar los platos… pero no puede, a su madre le resultaba inconcebible que hubiese cosas más importantes que una vajilla reluciente y una casa ordenada. Hay herencias terribles. Ana, al menos, se promete que no pasará meses hablando del hongo con sus hijas, no iba a dedicarle a un dermatofito largas horas de conversación con sus niñas. Quizá rompa un trauma generacional. Piensa en su madre cuando el agua le quema las manos.
Ana contempla el hongo como un símbolo de su derrota, de la derrota de su madre. Un símbolo de cómo la vida nos obliga a convertirnos en lo que nunca quisimos ser. Una mujer, a veces, solo se cura cuando deja de lavar lo que no ensució.