Un furtivo pobrense de 38 años narra la sucesión de hechos que le arrastraron a llevar una vida al margen de la ley

Antón Parada

Miro impaciente el reloj de pulsera. Ya han pasado cerca de 20 minutos desde que mi enlace entró en la casa. De repente, le veo regresar de entre la oscuridad y me hace un gesto para que me aproxime. Nos acercamos hasta la entrada y él golpea la puerta con firmeza. «¿Quién?», responde una voz desde el interior. «Somos nós», acto seguido, se escucha el ruido metálico de una tranca siendo retirada. Subimos las escaleras y dentro del salón asoma un viejo televisor, cuya pantalla alberga un wéstern en blanco y negro al que nadie presta atención. Sobre la mesa central hay un cenicero con unas cuantas colillas y un trozo de papel de aluminio ennegrecido. Reparo en que es la primera vez que entro en el hogar de un furtivo.

«Abilio, quiero que ese sea mi nombre», rodeados de neoprenos y útiles de submarinismo todavía húmedos, el pobrense de 38 años me responde así a la pregunta de cómo quiere que se proteja su identidad. Ha elegido el nombre de un gran amigo de su adolescencia del que solo guarda una fotografía desgastada y muchos buenos recuerdos. Le tiro del hilo de la memoria y retrocedemos a una A Pobra de la década de los noventa, antes de que todo se hubiese torcido.

«Empecé a pescar muy joven, me gustó y comencé a coger congrios con cañas de bambú. Con 12 años, mientras mis amigos iban a bañarse al muelle yo ya recogía nécoras en las piedras», explica Abilio, rememorando a un señor que, tras sementar calderos de cría, cuando llegaba diciembre no había ni rastro del crustáceo: «Me había ido llevando tres o cuatro kilos cada día».

De soldado a soldador

Abilio tiene claro qué fue lo que le llevó a iniciarse en el furtivismo tan pronto. «Era bueno, muy bueno». Por aquel entonces, solo era un chaval que se divertía más con la práctica -«para mí era como un deporte»- que con las cuatro perras que sacaba. Fue creciendo y se enamoró de una chica, que más tarde acabaría convirtiéndose en la madre de su hijo de 13 años. En ese momento detiene el relato con una pausa triste y suelta: «Me separé y me fui por despecho». Con 18 años, fue uno de los últimos reemplazos obligatorios del servicio militar, es decir, la mili.

Al regresar, se dispuso a labrarse un futuro «y ya sabes lo que dicen, ‘si quieres viajar, hazte marinero’». El pobrense se sacó el título de soldador, así como los de buques petroleros y gaseros, y embarcó en travesías que le descubrieron lugares como Cabo Verde, Santo Tomé, Abiján, Sheychelles, Dakar, Mombasa, Madagascar, Kenia... «Seguía con el gusanillo del submarinismo y cuando se enganchaba la red, me pagaban por bajar», anota. Más tarde llegaron los petroleros: «Chaval, ¿te suena de algo la guerra de Irak? Allí sí que fuimos furtivos». Los años se sucedían y todo iba viento en popa. Hasta que estalló la crisis económica.

«Te llamaban para un puesto de engrasador y al final era para pintar la máquina y luego desguazar el barco», explicó con rabia para precisar: «Se fue mi hijo y luego murieron mis padres. Ahora yo tengo que cumplir con mis vecinos». Y no son pocos los que acuden a él, «porque saben que siempre es de calidad, claro».

El futuro

«Si voy a pulmón puedo ganar 200 euros al día, pero con dos botellas he llegado a sacar más de mil», bajo una cruda mezcla de responsabilidad y orgullo, Abilio contrapone las cifras actuales de sus botines a los iniciales, donde bajo el abrigo de la noche y unos cuantos colegas llegaron a hacerse con 200 kilos de vieiras. «Al principio lo vendíamos en la calle, pero luego tuvimos que encontrar un proveedor que lo distribuyese», relata, puntualizando que sus mejores compradores siempre han sido los turistas.

Llegados a este punto, le pregunto si es consciente del perjuicio que su actividad ocasiona a las familias de mariscadores. Sus lágrimas buscan a la suya antes de hacerse añicos contra el suelo y responder: «Es jodido, pero yo como y vivo gracias a esto. Ojalá algún día deje de ser así».

«Me perdí entre la niebla y estuve a punto de quedarme a dormir sobre una batea, pero ni de coña tiraba el marisco»

Durante la conversación anterior, he evitado hablar de lo evidente con Abilio, así que señalo el papel de plata y le espeto: «¿Cuánto ha influido esto en tu vida?». «¿El vicio? Bucear quema, solo es para relajarme», y se escurre entre anécdotas. Aunque sigue presumiendo de pulmón y los años no parecen pasarle factura, ya no es aquel joven que batió su récord de inmersión, a 21 metros bajo la superficie del mar.

«Entre policía y Guardia Civil me habrán cogido unas 10 veces, pero recuerdo que la primera vez me soltaron del calabozo en la calle, vestido solo con un bañador», indica de cuando empezó a ponerse difícil furtivar a plena luz del día. Incluso intentó probar suerte emigrando a Canarias, pero acabó sacando dos pulpos diarios en Fuerteventura.

«Es duro que personas que lo pasan mal en una época, cometan un error y al final por dos multas acaben arruinándoles la vida», explicó de la espiral que se crea al furtivar para pagar sanciones que se van acumulando, «aunque creo que si las ratas valiesen dinero, tampoco nos dejarían cogerlas».

«Así me siento libre»

En todos estos años, y con una media de 150 inmersiones a pulmón por jornada, Abilio ha vivido unos cuantos sustos, como cuando un accidente en la botella de oxígeno le dejó sin aire a 19 metros de profundidad: «Estuve una semana y media sin bucear, con dolor en el pecho».

Una de las vivencias más duras le ocurrió al desorientarse durante una noche, «me perdí entre la niebla y estuve a punto de quedarme a dormir sobre una batea, pero ni de coña tiraba el marisco». La fortuna quiso que un pescador le llevase a tierra en su lancha -tirando de brújula- a cambio «de dos chopos».

Vuelvo a preguntarle por su futuro y vuelvo a ver reflejado a su hijo en sus lágrimas: «Aunque cambiase de vida, nunca dejaría de bucear. Así me siento libre».