Lo que espero de la Iglesia

Marta López CRÓNICA

CARBALLO

17 oct 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

¿Qué espera usted de la Iglesia? ¿Cuáles son sus expectativas? ¿Cuál cree que debería ser el papel desempeñado por un párroco? ¿A qué deberían destinarse los esfuerzos colectivos y, de paso, la colecta del cepillo? ¿En qué temas deberían centrar los sermones? ¿A qué debería destinar un sacerdote su tiempo libre?

Un buen puñado de preguntas, más bien difíciles de contestar. He aquí las respuestas de una humilde redactora: de la Iglesia espero compasión, comprensión e igualdad para todos y todas, sea cual sea su situación personal. De la Iglesia espero que no sea el dinero, motor económico de este mundo enfermo, el que mueva las decisiones y condicione a los feligreses. De la Iglesia espero solidaridad y respeto, pero no unilateral. De la Iglesia no espero lecciones de cómo debo vivir mi vida, de qué decisiones he de tomar o de cómo han de ser las personas con las que quiero compartir mi día a día.

No quiero que un hombre o una mujer divorciada entren a un templo y se tengan que sentir culpables por (inexplicablemente) haber fallado de alguna manera a Dios. Lo mismo para madres solteras, para casados por lo civil, para personas que pertenezcan al colectivo LGTBIQ+, para aquellos que profesen otra religión o para los que no profesen ninguna en absoluto.

Quiero oír apelaciones a la paz, a la ayuda al prójimo y al servicio social. Quiero ver cómo un párroco tiende la mano a los mayores que viven solos en su parroquia, o cómo implica a los más jóvenes no para sentarse juntos a rezar, sino para ayudar con su acciones a quienes más lo necesiten. Quiero ver cómo el sacerdote es el primero en prestar su ayuda en situaciones de desamparo, o en facilitar un hogar a los sin techo, o en dedicar sus esfuerzos a construir una sociedad mejor.

No quiero que me juzguen sin conocerme apenas, que manipulen a los niños, o que el obispo que silenció casos de pederastia sea ahora el que presida una comisión anti acoso de la Iglesia.

No quiero que me den lecciones de pareja, ni pasarme diez minutos escuchando cómo el dinero corrompe el alma de los feligreses, y cómo debemos renunciar a lo material. Discúlpenme, pero cobrar 150 euros por una eucaristía no tiene otro nombre sino la más pura usura.