La risa de Jeanne

CULTURA

ANNE-CHRISTINE POUJOULAT | AFP

06 ago 2017 . Actualizado a las 15:34 h.

Fue hace unos años. Habían invitado a Pilar a una cena en la embajada francesa en Madrid y yo la acompañé. A la derecha del embajador, como un objeto de culto, se sentaba Jeanne Moreau. Entonces habría cumplido ya los ochenta pero era imposible no reconocerla, porque aunque la vista envejece, la mirada no. Allí estaba el icono de la Nouvelle vague francesa, que ha fallecido estos días.

La Nouvelle vague fue un experimento. Explicado mal y pronto, consistió en dejar el cine en manos de los críticos y los cinéfilos y ver qué pasaba. Lo que pasó fueron unos cuantos rollazos impresionantes y un puñado de obras maestras. Aquella Nueva ola, como sucede con casi todo lo que lleva la etiqueta de «nuevo», no lo era en realidad. Su tema era la asfixia y el tedio que han sentido siempre en todas las épocas los jóvenes que lo tienen todo. Por eso a veces el resultado era un tanto impostado. Roger Vadim, por ejemplo, que fue marido de Brigitte Bardot y de Jane Fonda, y pareja de Catherine Deneuve, pretendía convencernos de que la vida es un vacío angustioso, el tipo listo.

En último extremo, aquel cine de nicotina, cafeína y bencina remitía a un personaje clásico de la literatura francesa, el de madame Bovary, la mujer que se aburre. Y Jeanne Moreau fue una madame Bovary creíble, quizás porque fuese una Emma Bovary de verdad. Su labio inferior ligeramente salido y sus ojos enormes, cansados, le daban en la pantalla un aire desafiante y consciente. Y como la Nouvelle vague fue también la irrupción de la autobiografía en el cine, hasta en eso Moreau representó el espíritu de aquella estética, porque muchas de sus películas las hizo bajo el influjo del desamor: rodó dos con su primer marido después de divorciarse de él, otras dos con Louis Malle después de dejarle y una que hizo con Richardson puso fin al matrimonio de este. Marguerite Duras, que era amiga suya, siempre que la veía, en vez de decirle «hola», le preguntaba: «Jeanne, ¿has sufrido mucho hoy?».

Pensaba entonces en esas cosas cuando el tintineo de las cucharillas de plata en los vasos de cristal de Lorena me sacó de aquellos pensamientos -como lo hace ahora, años después, al escribir este pequeño homenaje-. Se hizo un silencio. Habló el embajador. Luego habló la actriz. Contó que su primer amor había sido el teatro. En 1944, en un París todavía ocupado por los alemanes, en el Théâtre de l’Atelier, sin calefacción y con cortes de luz constantes, había visto con dieciséis años la Antígona de Anouilh y había decidido ser actriz. Y yo me imaginé que la epifanía habría sido cuando el coro dice aquello de «desde el mismo instante en que el telón se alzó, empezó a sentir que fuerzas inhumanas la arrastraban fuera de su mundo». Luego la invitada del embajador se sentó y sirvieron una copa a los asistentes. Pero lo más interesante de aquella noche fue que vi reírse a Jeanne Moreau.

Sí, vi reír a la esfinge de la Nouvelle vague, la musa de los últimos existencialistas. El embajador le hizo un comentario al oído y ella soltó una carcajada rebelde y feminista que era como de Simone de Beauvoir, suponiendo que Simone de Beauvoir se hubiese reído alguna vez en su vida, lo cual no creo. ¿Era la risa de madame Bovary? No duró mucho. Enseguida regresó a su personaje, y los ojos volvieron a ser los aquella mujer atormentada que paseaba desorientada por las calles en Ascensor al cadalso, esperando a ser detenida por complicidad en el asesinato de su marido por su amante. Podría haberse encontrado consigo misma, paseando también desorientada por las calles de Milán en La noche de Antonioni. Entonces, se habrían preguntado la una a la otra: «Jeanne, ¿Has sufrido mucho hoy?».