Premio princesa de Asturias de las artes, fue el gran renovador de la escena
05 jul 2022 . Actualizado a las 09:06 h.
Pese a ser un revolucionario de la escena, el gran renovador del siglo XX, figura central del teatro europeo —y, por qué no, mundial—, su sabiduría hacía que siempre confesase, desde la humildad y la ilusión, su fe en el poder transformador del trabajo teatral. Confiaba en su capacidad para mover, sobre todo, a los jóvenes, a la reflexión, para conmover al espectador, para provocar la risa, para descolocarlo y hacer que su vida mejorase. «Cuando sucede esto —dijo en octubre del 2019 cuando llegó a Oviedo para recoger el Premio Princesa de Asturias de las Artes—, aunque solo se quede dentro del espectador un par días, el teatro se vuelve útil, pero es también un desafío y un reto porque es muy difícil conseguirlo», admitió para advertir del riesgo de una actividad que —arguyó— es necesario compartir con el público porque encierra el «terrible peligro de que se vea dominada por los egos». Apoyado en su bastón, con su sutil sentido del humor y su español casi olvidado, Brook insistía en comparar su labor con la de un médico: si consiguen que el paciente o el espectador —al salir de la consulta o del teatro— se sienta algo mejor, su función y su tarea ya habrán sido provechosas, habrá merecido la pena.
Su absoluta lucidez y su talento —que le permitían conjugar su fama de enfant terrible de los escenarios y la dramaturgia con su vocación de enseñanza y magisterio— se apagó el pasado sábado a los 97 años, según dio a conocer este domingo el diario francés Le Monde.
Nacido en Londres en 1925 de padres emigrantes judíos llegados de Letonia, se instaló en 1974 en París, donde residió y recuperó un antiguo teatro para convertirlo en uno de los escenarios más decisivos de la capital, la sala Bouffes du Nord. Allí plasmó la síntesis de sus investigaciones escénicas en montajes como Una flauta encantada, basada en la obra de Mozart. Pero fue sobre todo su Titus Andronicus en la Royal Shakespeare Company lo que supuso una inflexión definitiva en su trayectoria y en las artes escénicas, mundo donde impuso una nueva visión de la obra de Shakespeare, el autor inglés más reconocido y genio mayor de la literatura y de la dramaturgia a cuyo estudio dedicó parte de su vida y del que gustaba decir que es tan rico y complejo que nunca se le llegará a entender plenamente; es más, decía no sin humor, «resulta ridículo intentarlo».