Un despertar sexual que deja víctimas en la notable «La consagración de la primavera»

Jose Luis Losa SAN SEBASTIÁN / E. LA VOZ

CULTURA

- El realizador, Fernando Franco (2i), posa junto a los actores Emma Suárez (i), Telmo Irureta (c), y Valeria Sorolla (d), posan antes de presentar su película  La consagración de la primavera
- El realizador, Fernando Franco (2i), posa junto a los actores Emma Suárez (i), Telmo Irureta (c), y Valeria Sorolla (d), posan antes de presentar su película La consagración de la primavera Juan Herrero

El filme estrenado en el Festival de San Sebastián no mira al «box-office» del fin de semana, sino que desafía con personajes aquejados por la inmovilidad física

22 sep 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

La cuarta y última película de la desigual representación española en esta 70ª edición del Festival de San Sebastián llega con la obra de Fernando Franco, quien debutó aquí hace ocho años con la abrumadora inmersión en el dolor de La herida, donde Marián Álvarez se sumergía en el autoflagelo de un trastorno de personalidad.

Franco volvió en 2017 con Morir, drama sobre una pareja y una enfermedad terminal, basado en relato de Arthur Schnitzler. La noticia que nos daban de La consagración de la primavera es que su contenido rotaba en torno a un joven con parálisis cerebral, lo cual da lugar al inevitable rum-rum sobre lo obvio. Fernando Franco no es el campeón del buen rollo.

A mí me importa poco el apriorismo y huyo de las tentaciones de poner etiquetas. Estoy fatigado de soportar feel good movies preñadas de estupidez. Y en muchas ocasiones, una película de la cáscara amarga te interpela y te hace salir del cine en mejor estado que tantas supuestas comedias embrutecedoras que se supone que celebran la alegría de vivir, eso que llaman cine familiar, cuya locomotora capitanea ahora el caradurismo y el hambre de dólar de un Santiago Segura, por hablar de alguien.

Por eso defiendo una proposición tan a contracorriente como la de La consagración de la primavera, que no mira al box-office del fin de semana sino que desafía con personajes aquejados por la inmovilidad física, como David, un hombre joven que lleva veinte años en una cama con parálisis cerebral. O por los insondables traumas o carencias afectivas de Laura, casi una adolescente, crecida en un medio ultraconservador y enviada en la universidad a una residencia de religiosas. Me parece que en ese encuentro entre ambos se produce un feeling que puede semejar aleatorio pero lleva a motivadoras encrucijadas. La defensa del derecho a vivir la sexualidad de las personas con diversidad funcional puede llevar al equívoco de que La consagración de la primavera es una película de tema: ese cliché a veces oportunista que hace que proliferen las historias sobre violencia de género, sobre niñas embrazadas, sobre el maltrato a inmigrantes. Siempre un gran tema del menú para poner por delante, a modo de pertrecho, como cine woke, que dirían los reaccionarios. No sucede esto con la película de Fernando Franco. Lo que él propone no es hablar del deseo sexual -y de su reivindicación de satisfacerlo- de los que las personas con parálisis cerebral participan. O, desde luego, no solo eso. Hay en el epicentro de La consagración de la primavera una fricción de dos seres humanos, un convaleciente, otra dando tumbos o brazeando en el mar de los Sargazos de su miedo al sexo y su virginidad tardía. Creo que ahí se produce un quid pro quo, un intercambio que va mucho más allá de la aceptación por ella de ser asistenta sexual del enfermo a cambio de dinero. En la actriz debutante en cine Valèria Sorolla, Franco encuentra una esencial fuente de matices, de contradicciones, de temores y de osadías. Hay una exploración del propio deseo, de la reafirmación que le permitirá luego estar preparada para el mundo exterior, dejando atrás el invernadero que ha sido la habitación del otro. Por eso habita en esta obra un transfondo nada complaciente, en cierta medida cruel. Una utilización y no un samaritanismo.

Así la entiendo yo y por eso valoro mucho su complejidad sustantiva, su honestidad siempre. Que me traten como a un espectador adulto y no como a un disfrutón del cine de oenegés. O de temazos.

La otra película a concurso, la colombiana Los reyes del mundo, es un pequeño desastre. O no tan pequeño. Porque de (co)producción va sobrada. Su originalidad de base es contar un drama de niños marginales en ese país y no remitirlos a los escenarios suburbiales de Medellín o de Cali, los territorios de los críos sicarios y sus destinos en el desbarrancadero inmortalizados en la literatura por Fernando Vallejo y en sus últimas novelas -y varios escalones por debajo, naturalmente- a Santiago Gamboa. La cuadrilla de Los reyes del mundo viaja a la Colombia interior, en la quijotesca búsqueda de un terreno que uno de los muchachos tiene derecho a recuperar por ser de su abuela, en virtud de los acuerdos de paz de la guerrilla y los paramilitares. A su directora Laura Gamboa (que trataba las consecuencias de los años -décadas- de la violencia en la apreciable Matar a Jesús) se le va de las manos lo que quiere ser aventura equinoccial o casi viaje hacia el corazón de las tinieblas por una selva como de decorado. Pero el periplo se emborracha de ideas locas -de pronto, la película quiere trasegar realismo mágico y de la espesura sale un caballo blanqúisimo y metafóricamente tonto- y de derivas interminables que sugieren que puede haber diez secuencias finales. Y tú deseas que la verdadera sea la primera de ellas, la más temprana, para no seguir calentando banquillo.

Cesc Gay y las historias para no contar

El catalán Cesc Gay ha tenido el mérito no menor de reinventarse. Su trayectoria como autor de prestigio -donde lo situó la excelente En la ciudad- se fue ahogando. Y seguramente él fue consciente y giró hacia el cine mainstream digno con Truman. Y ahora, hacia películas menores, casi esbozos, pero bien resueltos en su pequeñez: era el caso de Sentimental y es el de Historias para no contar. Un poco a la manera de su anterior Una pistola en cada mano es un encadenado de cinco historietas sobre el azar, el sinsentido del ridículo o el placer de los extraños. Y en ese carnavalillo de enredos casi de viñeta -algunos cuadros fallidos, otros con su punto apreciable de disparate- entran y salen Javier Cámara, Maribel Verdú, Pepe Coronado, Anna Castillo o Antonio de la Torre. Es cine inocuo pero no dañino. Se ve, algunos lo saborean más que otros. Y se te olvida al cruzar de calle.