Los catalanes reconocen que hay un cierto hartazgo general tras meses de tensiones, pero dudan de que el 21D suponga la solución que esperan a «una situación que es complicada»

SARA CARREIRA
Especializada en educación. Coordinadora del suplemento La Voz de la Escuela

A cuarenta días de las elecciones, los catalanes abordan la cita entre la incertidumbre y el desánimo. El que viven quienes están ya hartos de meses de tensión y también quienes soñaron con una independencia que ahora vuelven a ver más lejana y con unos líderes políticos divididos. Y todos sufren la incertidumbre de no saber qué pasará tras el 21D, si habrá algún cambio con el nuevo Parlamento o si las cosas volverán a ser como en estos últimos meses, o años incluso. En todo caso, asumen que «la situación es complicada» y «no se va a arreglar alegremente».

Un recorrido por diferentes zonas de Barcelona puede dar una pista, aunque carezca totalmente de valor estadístico, del estado de ánimo ante el 21D. La primera ronda es en la zona derecha del Ensanche. Tiene el encanto de la Barcelona acomodada: calles amplias, árboles, bancos estratégicamente situados y cada tienda más chic que la anterior. En una de ellas, dedicada a la restauración de viviendas, los empleados aseguran que «no se ha notado ningún descenso en los proyectos» y tampoco creen que haya «más preocupación en la calle». El camarero del Timesburg, una hamburguesería hipster del paseo de San Juan, incluso cree que hay más movimiento. En la calle del Bruc, cerca de Aragón, unos treintañeros están fumando en la acera. Trabajan en una asesoría cercana y ellos, catalanes, niegan también que haya una conflictividad especial. «Hay intercambio de pareceres -dice Anna-, pero no lo llamaría discusiones».

Las cartas, boca arriba

Una vez en el barrio de Sant Antoni, las cartas se van poniendo boca arriba. Este es un barrio apenas, un triángulo, una porción de Barcelona que hace nexo entre el fin del Ensanche y el Raval. Hay mucha gente mayor, tanta que algunos restaurantes les han puesto horario y precio propio para el menú del mediodía.

Sant Antoni es un espacio para la contemplación, con su más que centenario mercado en rojo inglés en obras, y la avenida Mistral cruzando el corazón del barrio. Allí hay un grupo de cinco jubilados charlando animadamente. «¿Creen que el 21D cambiará algo las cosas?». La pregunta de la periodista, tras unas presentaciones relajadas, abre la caja de los truenos. Quienes un minuto antes estaban riendo empiezan a gritar; dos de los participantes se alzan con la voz cantante de cada bando: «Cataluña nunca fue reino», «el PP es el problema». Dos posturas irreconciliables que se enfrentan con insultos -algo naíf, tipo «eres un burro», «y tú un sabio, anda»- y amenazas de garrotazos (literalmente). El grupo se disuelve, cada uno se va a su casa.

Sara Carreira

Muy cerca hay tres mujeres en un banco: Lola, Virginia y Julia; la primera es catalana, Virginia es de Ribadavia pero se pasó toda la vida en Argentina y lleva siete en España; Julia, que tiene 93 años pero cree que son ochenta y pico, es de A Rúa y dejó las vacas y los lobos de su aldea por Barcelona hace 70 años. «Aquí no se puede preguntar eso [si el 21D arreglará algo], porque los catalanes tienen sus razones y los no catalanes tienen sus razones». Así resume Virginia una situación que les produce evidente dolor. «La gente está totalmente desanimada», apunta Lola, que no quiere opinar porque dice no entender de política. Virginia augura que «esto no se va a arreglar alegremente. Nos veremos el doble de peor -y Lola asiente con tristeza-. Cada día es más grande, esto se rompe».

El error de Puigdemont

En Arpa del Clot, en el distrito barcelonés de Sant Martí que tiene en el horizonte la torre Agbar, las calles tienen los mismos nombres que en el Ensanche (Aragón, Consejo de Ciento, Mallorca), pero los números pasan del 500 y eso, en Barcelona, lo cambia todo. Hay árboles en las aceras, pero no las coquetas sillas de madera que invitan a la charla. Y en los elegantes chaflanes de manzana, los concesionarios de coches ofrecen sueños a los transeúntes, pero, lejos del lujo de Jaguar o Lexus del Ensanche, son Opel o Mazda los modelos exhibidos.

Sara Carreira

En la calle peatonal (calle Rogent), bancos y árboles enmarcan las guirnaldas de Navidad que están esperando a diciembre para iluminarse si ERC no lo remedia -un concejal pidió que no se enciendan las luces mientras haya «presos políticos»-, una tienda de Fotoprix recuerda la media de edad de la zona, y un violinista solitario se saca unas monedas al ritmo de la Muiñeira de Lugo. Al sol de un día de noviembre fresco pero radiante, Manel, Jordi y Miquel pasan la mañana. Son tres jubilados que acogen las preguntas de la periodista con la guasa de quien lo ve todo en la distancia y, aunque inicialmente aseguran que nada es diferente hoy de hace seis meses, poco a poco dejan entrever sus opiniones: que si todo tenía que resolverse con un partido de fútbol, que si lo lógico era pactar un referendo, que si Puigdemont cometió un error imperdonable al no convocar él las elecciones porque así «nadie estaría hoy en la cárcel»... Son solo tres y aunque todos parecen opinar lo mismo y asienten cuando habla el otro, cada uno tiene su propia receta, y hay quien cree que el 22D todo estará solucionado y quien piensa, por el contrario, que nada cambiará.

«Cataluña es autosuficiente»

La elegancia urbana barcelonesa se diluye hasta desaparecer en Hospitalet. Es una ciudad periférica, un barrio donde la coquetería desaparece de la ecuación entre comodidad y precio. En uno de los mercados, Alicia atiende una carnicería y como ahora no hay clientes puede decir lo que piensa: es independentista. Normalmente se callaría porque entre su clientela hay mucho constitucionalista. Su teoría es sencilla: «Cataluña es autosuficiente y puede gestionarse sin necesidad de mantener a nadie». Ni siquiera, dice, necesita a Europa. Ella tiene claro que los problemas de su día a día (los 200 euros trimestrales de su hija en un bono transporte, por ejemplo) son consecuencia de los recortes que impone Madrid para pagar con dinero catalán a las otras comunidades. Y acaba llorando, literalmente, por los políticos presos.

Más difícil es saber qué piensa Julio Núñez, un lucense de 80 años que llegó a Cataluña a los 16; tiene una mueblería (Chousa) y sí ha visto que este otoño no hay ganas de cambiar la decoración. Resume su silencio en un «los que estamos delante del público procuramos no hablar», sobre todo si no saben cómo piensa el que tienen enfrente. Menos reparos tiene Ángela, aragonesa de 80 años que lleva 66 en Hospitalet. Fue vendedora ambulante y no entiende lo que ocurre: «Con lo bien que estábamos, ahora esto... Las familias no se hablan». Su hija añade: «Ahora nadie se atreve a hacer chistes por WhatsApp».

«Pues claro que se nota, ¿cómo no se iba a notar?»

Manuel pérez, del restaurante Agarimo
Manuel pérez, del restaurante Agarimo S.C.

La opinión de los hosteleros sobre el estado de ánimo general en las calles de Barcelona

s. c.

La hostelería es un sector delicado, muy sensible a los acontecimientos diarios. Por eso es pertinente saber qué opinan los hosteleros sobre el estado de ánimo general. Roger Pallarols, director general del Gremi de Restauració, cifra en entre un 15 y un 30 % la caída de las ventas, «dependiendo de la zona», y cree que el centro lo nota más. Claro que él alude a cuatro factores: la turismofobia de principio de verano, los atentados de agosto y la fase final del procés; el cuarto motivo es, dice, el más importante, y se trata de las limitaciones a las terrazas que pone el Ayuntamiento de Colau.

Preguntando por los bares, parece que los cálculos de Pallarols son acertados: «Claro que se nota, ¿cómo no se iba a notar?». Es lo que piensa Manuel Pérez, ourensano y propietario del restaurante Agarimo (cerca de la plaza de Tetuán). Lleva 40 años en la ciudad y, aunque al mediodía tiene el mismo movimiento -«tenemos una clientela estable»-, a las ocho la gente toma menos cañas. «La gente no queda porque se discute más», explica. Lo notó sobre todo al volver de vacaciones. Algo así piensa José, que regenta en Hospitalet un bar que lo dice todo sobre él: Fonsagrada. Reconoce que «por supuesto» va menos gente a tomar las cañas. También se discute de política «aunque, si no es de política, es de fútbol», pero es cierto que en el caso de la crisis catalana las rencillas suelen resolverse peor.

Menos importancia le da Montserrat Domingo, que tiene La Gelatería en el corazón de Arpa del Clot. «Excepto los días de las manifestaciones, que la gente se va al centro, no noto nada», dice. De hecho, el 1-O fue un día especialmente bueno para ella, que tiene justo enfrente, en su calle peatonal, un colegio de primaria. Tampoco detecta más discusiones en su local.

No habrá cambios porque «nadie es flexible con su opinión»

Artur y Andrea defienden la independencia
Artur y Andrea defienden la independencia S.C.

Los universitarios mantienen visiones muy diferentes y dicen que «a veces alguna gente se mosquea»

s. c.

En Cataluña hay diez universidades, y en Barcelona están tres de las más importantes: la Autónoma (UAB), cerca de Sabadell; y la de Barcelona (UB) y la Pompeu Fabra (UPF) en plena ciudad. La UB tiene 43.000 estudiantes de grado repartidos en varios campus. La zona más importante está a las afueras, después de Les Corts. Allí hay muchas facultades, como las de ADE y Económicas. ¿Cómo ven los futuros ejecutivos y economistas de Cataluña la situación? Un primer grupo de jóvenes responden con monosílabos y dice que no saben nada de política y que ellos no discuten ni hablan de eso. Cincuenta metros más lejos, cuatro jóvenes charlan animadamente. Ante la pregunta de qué creen que pasará el día 21, piensan que posiblemente no habrá grandes cambios porque «nadie es flexible con su opinión». Los jóvenes aseguran que en sus grupos «a veces alguna gente se mosquea», pero «no dejas de quedar por su ideología». Xeila, gallega de A Rúa, recalca que está harta de manifestaciones y huelgas, y confiesa que «en el grupo de WhatsApp de clase insistan» para que hagan huelga; Moha, de familia libanesa, reconoce que en su casa nadie habla de la cuestión catalana. Todo lo contrario de lo que les ocurre a Xavi y Lourdes, ambos catalanes; no quieren hablar mucho, pero tienen algún pariente que es profesor de primaria y de ideas constitucionalistas que «no se atreve a hablar en su colegio», y en las cenas familiares siempre acaba saliendo el tema.

Donde no parece que se aborde, desde ningún punto de vista, es en clase. Un profesor de Derecho defendió la Constitución y otro de Matemáticas se sintió molesto por una huelga; nada más. Eso en primero de carrera, pero tampoco se trata el asunto en la titulación de Empresa Internacional. Lo sabe Sara Méndez, catalana, que reconoce que «en clase no se ha tocado en absoluto», y ella personalmente no comprende cómo se ha llegado hasta aquí: «Nunca pensé que ocurriría esto».

Ante la Facultad de Química están charlando Artur y Andrea. Llevan tres años en la carrera, ella hace tercero y él no lo especifica. Ambos son independentistas. Andrea, cuyo padre no lo es, recuerda que decidió apoyar la causa tras los atentados de agosto: «¡Decían cada cosa en Twitter!». Además, la falta de información a los Mossos, dice, es intolerable. Ella cree que «España nunca buscará una salida para Cataluña» y de ahí que se vean abocados a la independencia. ¿Incluso con el 51 % de los votos? «Sí», responde Artur. Ante la pregunta de si no es un paso demasiado grave para hacerlo con la mitad de la población en contra (reformar el estatuto exige el 66 % de la Cámara), Artur primero dice que «si son demócratas, aceptarán», pero puntualiza: «Bueno, al menos nos permitirá negociar». ¿Qué les gustaría tener? Ambos lo tienen claro: «El concierto económico vasco».

Una ciudad con rentas muy desiguales

Barcelona es una ciudad que presenta enormes diferencias económicas. Si en Sant Gervasi las familias ingresan unos 100.000 euros anuales (de media), en Ciudad Meridiana cada hogar se tiene que apañar con menos de 13.000 euros al año (también de media). Entre ambos extremos se encuentra la mayor parte de la población, esa que ingresa en casa entre 25.000 y 50.000 euros al año, aunque entendiendo que esta es una media, con hogares con dos sueldos y más dinero y otros que viven solo con una pensión.