Otoño

Nona I. Vilariño MI BITÁCORA

FERROL

16 oct 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Me gusta el otoño, especialmente cuando septiembre ha sido seco y caluroso. Y me gusta porque en la tarde-noche me reencuentro con ese rincón de mi sofá en el que, con la cabeza recostada, escucho, al anochecer, la música que realimenta mi mundo de emociones para devolverme la melancolía. Adoro la melancolía, que no es, al menos la mía, un lamento por el pasado que se fue. Todo lo contrario. Es un mirar hacia atrás para recrear tantos momentos inolvidables que fueron llenando mi armario de experiencias que forman parte de mi patrimonio espiritual. Y son la raíz de lo que soy. Y para eso necesito el otoño, que recuerdo como vuelta a la vida cotidiana. A la cálida rutina del día a día hasta el fin de semana que, en aquellos años, concentraba la diversión y la mayoría de los momentos de convivencia familiar.

El ruido de la lluvia en los cristales o la policromía de la vegetación cuando las hojas comienzan a morir, me devuelven las ganas de mirar hacia mi interior para buscar las respuestas que necesito si quiero entender: el patológico culto al sol, al alboroto como marco obligado para la diversión o la huida hacia lugares en los que se vive en la calle, abarrotada de chiringuitos y de compradores de gangas de mercadillo, que almacenan con ansia, solo porque son tales, aunque, al regresar, descubran que están repetidas…

Y esa reflexión me ayuda a valorar que hay medicinas gratuitas, como el olor de la tierra mojada tras la lluvia otoñal o el silencio en el que transcurre mi paseo en una tarde de octubre, envuelta en la cálida caricia de un abrigo que guardé allá por mayo.