Cuando, niña aún, descubrí que la poesía no solo se escribe en verso, empezó mi pasión por los poetas, mi refugio de luz y de paz. Y poetas y poesía viven y nacen allí donde asoma la belleza: en la mirada de un niño o en la del abuelo, que lo espera a la puerta del colegio para ofrecerle la fuerza de su mano. O en un hermoso texto, perdido entre docenas de páginas que pasamos deprisa en busca de algo de «rabioso interés». Y la prisa nos impide reconocer esas palabras que, colgadas en el último rocío de un mes cualquiera esperan, antes de que el sol se las lleve, que alguien con alma de poeta las rescate para hacerlas poema. Y se apague el ruido que, orquestado tras los muros del poder, nos impide distinguir entre una sinfonía y… un reguetón, con idéntica música y letra, que repiten los portavoces desde los atriles de los palacios de la Potestas (autoridad que se impone manejando el poder) mientras se rechaza la Auctoritas, autoridad que se gana sin exigirla. Poemas, en verso o en prosa, son hoy tan escasos como abundantes los vulgares discursos que llenan nuestras vidas de tedio y desesperanza, hasta el extremo de no advertir que estamos instalados en una montaña rusa cuyo movimiento nos impide ver algo más que los perfiles de lo que ocurre debajo de nuestro vuelo. No desconozco el riesgo de que mis lectores piensen que mi alegato en favor de los poetas es un desvarío propio de mi edad. Puede que lo sea. Pero sigo creyendo que aún es posible escuchar entre las voces una: «La del hombre que siempre va conmigo, quien habla solo espera hablar a Dios un día» (A. Machado). Recuperar ese hombre es lo primero para llegar a los otros y escucharlos.