El milagro de la rampa

Olga Álvarez Villaverde FERROL

FERROL CIUDAD

Una ferrolana con minusvalía describe el periplo al que se enfrenta cada vez que viaja en autobús.

05 feb 2010 . Actualizado a las 14:43 h.

Acostumbro utilizar la línea de tranvías 1-2 Puerto-Neda y también la línea 7 A Faísca-Correos. La suerte es que los autobuses tienen rampa, la mala suerte es que la rampa tiene la costumbre de fallar. Esta dualidad convierte cualquier traslado intrascendente en una especie de safari urbano lleno de peligros e incertidumbres. Es la emoción de vivir en Ferrolterra, una aventura constante.

Pregunto a la empresa Tranvías del Ferrol si sería posible que las rampas se revisaran con cierta frecuencia y me contestan que los usuarios montarían un escándalo si se retiraran autobuses para revisarlos. Sinceramente, yo creo que no necesitarían retirarlos un día entero siquiera, porque la revisión principal consiste en que las rampas no tengan polvo o tierra que van cogiendo sobre todo ahora que estamos en invierno y que los tornillos que las sujetan estén ajustados para que las piezas encajen perfectamente. Si un empleado de mantenimiento se fuera acercando a las paradas de principio o fin de recorrido, y mirase que todo estaba correcto, eso no llevaría más de diez minutos y ahorraría la mala imagen que se llevaron los usuarios la semana pasada cuando, en hora punta, el autobús quiso abrir la rampa y ésta se negó a salir. Una persona minusválida estaba en el bus y no podía bajar (al subir no hubo problema). El conductor intentó abrir por todos los medios que se le ocurrieron sin resultado, mientras la gente ponía cara de póquer y esperaba que llegara el siguiente autobús. Algunos optaron por irse andando. Los demás usuarios se trasladaron al siguiente vehículo de la empresa y la persona minusválida se quedó esperando al responsable de mantenimiento. Por algún motivo, la rampa no se arregló inmediatamente y esta persona, al final, bajó del bus por el aire gracias al conductor, el responsable de mantenimiento y otro conductor que pasaba por allí. Esto ocurrió la semana pasada y fui yo misma la que salió volando.

Con el optimismo que me caracteriza, me atreví a pensar que un incidente similar no se repetiría en mil años, pero esta semana volví a viajar en bus y aunque el milagro de la rampa se produjo en un primer momento, hubo que hacer varios intentos hasta que, finalmente, el conductor tuvo que bajar a removerla un poco hasta que reaccionó. Durante el recorrido mi cabeza estaba en alerta máxima intentando adivinar cuál sería el comportamiento de la rampa en destino: ¿Abrirá, señor? Los viajes comienzan a ser una cuestión divina y el final feliz de la excursión sólo depende de la fe que se ponga en ello. Alcanzamos la parada y el mecanismo empezó a funcionar. Otra vez había ocurrido el milagro y bajé sin problema sintiéndome como el pueblo judío ante la apertura del Mar Rojo. Sin embargo, no pude evitar la curiosidad de saber si la rampa volvía a su cubil y ahí comenzó de nuevo el trasiego del conductor entrando, saliendo y removiendo la rampa para acabar apretándole los tornillos hasta que, finalmente, el mecanismo acabó encajando. ¿No sería todo más sencillo si cada diez o quince días alguien acudiera a ajustar estas piezas y a eliminar el polvo?