Los veranos en el tiempo

José Antonio Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL CIUDAD

13 ago 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Pasar unos días en el pueblo donde uno nació y vivió su infancia y juventud es un regalo reconfortante para el cuerpo y el espíritu. Desde una perspectiva sentimental, hay pocos sitios mejores adonde se pueda ir teniendo la seguridad de que uno se va a encontrar bien, en un ambiente tan cómodo como apreciado. Cada verano acudo allí con ansias renovadas, parecidas a las que me acompañaban el primer día de mis vacaciones adolescentes. Uno se veía libre de sus clases rutinarias, de una vida muy reglamentada por la disciplina del colegio y, al llegar a casa, se reencontraba con días de ocio en una Naturaleza radiante y liberadora. Me parecía un mundo recién estrenado, pero que, sin embargo, conocía al dedillo. Todo estaba en su sitio, como estuvo siempre: los castaños de la huerta cargados de verde y del amarillo incipiente de sus frutos; los manzanos, madurando su fruta; el agua del pilón de piedra con el mismo rumor limpio y poderoso; el pueblo, la iglesia, el río y los campos circundantes, cada uno en su sitio, sin alteraciones apreciables. Así, verano tras verano. Hoy, hay que reconocerlo, esa emoción tan intensa de aquellos años uno ya no la siente. Es el peaje que hay que pagar por el trabajo del paso del tiempo. Porque, aunque los lugares sigan estando ahí y, esencialmente, no hayan sufrido demasiadas alteraciones, uno ya no es el mismo y no puede ver las cosas de la misma manera. La perspectiva desde la que mira un adulto entrado en años, como es el caso, no puede ser igual a la contemplada por esa misma mirada cuando tenía toda la fuerza y la inocencia del adolescente.

En efecto, el tiempo, además de no tener marcha atrás, nos cambia la percepción de la realidad, sobre todo cuando esta tiene un fuerte componente sentimental. Pero todos, cada cual a su manera, hacemos lo posible por contrarrestar ese efecto psicológico como si fuera una ilusión óptica. En mi pueblo, solemos defendernos de ese enojoso contratiempo existencial tratando de reunirnos el grupo de amigos de toda vida -que ya acusa más de una baja- alrededor de una mesa para hablar sin prisa, al calor de un buen vino y de una comida sencilla. Lo importante está en vernos y en demostrarnos que los afectos siguen intactos, a pesar de las zancadillas y contratiempos que nos pueda ir poniendo la vida. Y este año hubo suerte: coincidimos en el pueblo casi todos los que no vivimos en él, para satisfacción nuestra y de los que viven allí todo el año. Compartir recuerdos con quienes hemos vivido juntos lo que ahora recordamos tiene un encanto especial: nuestras primeras experiencias en una vida que se nos iba abriendo a todos al mismo tiempo, recordadas de forma coral muchos años más tarde, es material de primera para un relato de horas. Pero también en esto se nos cuela el efecto del paso del tiempo: nuestros recuerdos ya están adulterados por la memoria personal de cada uno. Aunque coincidamos en lo básico, los detalles ya son aportaciones propias de cada cual, y un mismo hecho puede tener ramificaciones distintas y hasta versiones contradictorias. Pero ya lo dijo Valle-Inclán: «Las cosas no son como las vemos, sino como las recordamos». Por eso, las discusiones que estas variantes pudieran suscitar se terminan en el momento en que uno de nosotros empieza una canción de ese repertorio de boleros, tangos y rancheras, tan nuestro y tan rancio como bonito y emotivo.