Gabriela Ybarra: «El miedo llegó cuando les puse cara a los etarras»

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La autora nos cuenta en «El Comensal» dos historias paralelas: el asesinato de su abuelo a manos de ETA y el fallecimiento de su madre, víctima de un cáncer. Imaginar, escribe, ha sido a menudo la única opción que ha tenido para comprender

17 mar 2017 . Actualizado a las 09:35 h.

Gabriela (Bilbao, 1983) se atropella al hablar. Avanza de un episodio a otro sin ningún pudor, charlando vigorosamente de temas extremadamente íntimos. No hay ni un leve seísmo en su voz de niña. Ni cuando habla de cómo una puñetera enfermedad precipitó en apenas seis meses la muerte de su madre, ni tampoco de como, en mayo de 1977, ETA secuestró y asesinó a su abuelo, previo chantaje a su familia. Ella aún no había nacido. Se enteró una mañana de camino al colegio, descuido de una vecina. Tenía siete años. Hasta entonces, siempre había creído que el padre de su padre, alcalde de Bilbao entre el 63 y el 69, presidente del periódico El Correo Español-El Pueblo Vasco, había fallecido serenamente en la cama.

La familia Ybarra se mudó a Madrid en 1995. Gabriela tenía entonces 12 años. «Sabía que querían matar a mi padre», escribe a bocajarro en el ecuador de una novela que cuenta todo así, con enunciados espontáneos. Su debut literario no es cordial con el lector, no es tacaño con los detalles, pero sabe dónde poner el punto y aparte. Esquiva con economía el exhibicionismo, no lo necesita.

El Comensal (Caballo de Troya) son dos historias que es una. La primera: una crónica pormenorizada, casi periodística, del cautiverio y posterior asesinato de Javier Ybarra elaborada a base de información recopilada a través de Google y algo de imaginación. La segunda: un relato autobiográfico desordenado, tan preciso como luminoso, que documenta los últimos meses de vida de la madre de la autora. En conjunto, sin embargo, el fruto es otro: un libro sobre el dolor y la muerte, los lazos familiares, la violencia y, principalmente, sobre uno mismo.

En los ochenta, en los noventa y en los años que siguieron al 2000 la familia de Gabriela recibió varias amenazas de muerte. Pintadas en la fachada de su casa, intrusos merodeando por su salón, desconocidos a la espera aparcados frente al portal, escoltas, paquetes bomba, hombres en plena calle: «Habéis tenido suerte». El 20 de octubre del 2011, la banda terrorista anunció el cese definitivo de su actividad armada mientras Gabriela (28 años, afincada en EE.UU.) intentaba asimilar la reciente muerte de su madre, víctima de un agresivo cáncer de colon. «Seguro que conocerá a sus nietos», le dijo un prestigioso médico al que visitó recién diagnosticada. Acababa de aterrizar en Nueva York. «Dejé el trabajo para acompañarla durante esos meses -cuenta Gabriela-. Durante ese tiempo y aquellas largas esperas pude hablar mucho con ella, pero también pensar». Y fue entonces cuando, sin haberla sentido nunca antes, apareció la necesidad de escribir.

Tomaba notas breves de lo que veía, de cómo se sentía, y cuando su madre falleció, resucitó inesperadamente la historia de su abuelo paterno: «El tedio de la enfermedad llamó al tedio de la espera del secuestro». Su padre empezó a hablar de la muerte de forma extraña y las casualidades, a hacer demasiado ruido. Ambos tenían la misma edad cuando perdieron a sus respectivos progenitores, ambos residían en Nueva York. «Mi padre y yo tuvimos que volver a conocernos -reflexiona Gabriela en el libro-. No se en qué momento nos perdimos». Prefirió, sin embargo, por lo delicado del tema, no sentarse a hablar con él. Así que entró en Internet y tecleó el nombre de su abuelo. «Me impresionó mucho encontrarme con una foto del día del secuestro en la que aparece mi padre con las esposas que le pusieron los terroristas ­-recuerda-. Yo sabía que a mi abuelo lo había asesinado ETA, pero no lo había asumido como real, no dejaba de ser una historia que me habían contado, un cuento casi». «En ese mismo momento, me sentí muy cerca de él, de su dolor, y a partir de ese hilo empecé a contar la historia».

Escribió las dos partes casi en paralelo, como un ejercicio de realidad. «De repente asumí la muerte como algo real, algo que puede ocurrir en cualquier momento». ¿Y qué papel jugó la escritura? «Recuerdo que justo después de que se muriera mi madre fui a una boda y todo el mundo me preguntaba por el que había sido mi pareja, con el que yo ya no estaba, por el trabajo que había dejado, por mi madre -relata-. La gente se quedaba planchada, se iban espantados... Y yo pensaba, bueno, yo sigo estando aquí, sigo creyendo que tengo un montón de cosas que aportar». «Empecé a reflexionar sobre qué era yo y qué no era yo», continúa. Buceó para ello en su historia familiar, pero lo hizo sin molestar, dispuesta a no resultar incómoda. «En mi casa nunca se ha hablado del tema de mi abuelo, se contaban historias de cuando él estaba vivo, pero no de eso en concreto». ¿Se habla poco de la muerte? «Sí, y también del deterioro físico de la enfermedad -responde, tajante-. Hay como cierta vergüenza de reconocer que alguien está enfermo, se oculta, se tapa el deterioro del cuerpo humano. No hay más que ver dónde están situados los tanatorios, en las afueras de las ciudades. La sociedad se empeña en ocultar la muerte».

Confiesa Gabriela que el proceso de escritura fue muy físico y, por momentos, muy duro. Apareció la ansiedad, los mareos. «Uno de los momentos en los que peor lo pasé fue cuando descubrí en Facebook que un chico al que yo conocía tenía dos amigos de ETA; ahí me di cuenta de lo cerca que estaban -apunta-. Hasta entonces, los terroristas eran para mí una especie de entes, el hecho de ponerles cara y verles como unos vecinos más me provocó muchas emociones. Todo el miedo que antes no había sentido me vino de golpe». Solo en dos ocasiones se enfrenta a este tema en El Comensal. La última, casi al final, admirablemente franca: «Miro fotos de etarras e investigo sus vidas. Me cuesta aceptarles, porque asumir su humanidad significa reconocer que yo también podría llegar a hacer algo así. Mi conciencia estaba más tranquila cuando imaginaba que eran locos o que no eran personas. Marcianos. Ficción».