Andrés Barba: «Los conflictos no terminan con un abrazo»

FUGAS

Daniel Mordzinski

Ganador del Premio Herralde de Novela con «República luminosa», un viaje al interior de la infancia, el escritor madrileño fue en su día un ladrón compulsivo de libros. Hoy se confiesa en Fugas.

24 feb 2018 . Actualizado a las 01:24 h.

Andrés Barba (Madrid, 1975) debería ser leído de pie, desafiando el golpe al medio que es su literatura. ¿Me está demoliendo y riéndose de mí?, invita a preguntarse. Su República luminosa, un viaje al corazón de las tinieblas que muestra lo que Yourcenar llama la brutalidad de la infancia, ganó el 35.º Herralde de Novela. Pero Barba lo había acariciado ya en el 2001 con La hermana de Katia. Premio Torrente Ballester por El hueso que más duele y años después por Versiones de Teresa, Andrés escribe... ¿para que le lean? «Escribo para que me lean, claro, como cualquier escritor; trabajo como traductor literario, de modo que reparto la jornada entre la traducción y mis libros», afirma. ¿Cuándo escribe, sigue una disciplina, algún ritual? «Escribo por la mañana generalmente, unas dos o tres horas, soy voluntarista y no suelo fallar casi nunca -dice-, y nunca me olvido de ponerme un cucurucho de papel de plata en la cabeza». (Sí, esa cara es la que se me quedó también a mí).

-«La infancia es más poderosa que la ficción», advierte en una idea para subrayar de «República luminosa». ¿En qué se parecen estos dos territorios, con leyes propias, que son la infancia y la ficción?

-Nuestra idea de la infancia es, en buena medida, una ficción. Una ficción que llevamos arrastrando desde la Ilustración francesa, en la que el niño es un «buen salvaje» o un «animal doméstico» al que tratamos de «domesticar» mediante la educación y del que envidiamos su falta de responsabilidad. La infancia es más fuerte que la ficción en el sentido de que incluso ese tipo de clichés tan instaurados quedan pulverizados cuando tenemos contacto con un niño real y entendemos la complejidad de la infancia, lo que supone, como es lógico, admitir sus sombras.

-¿Qué relación tiene lo que escribe con su infancia? ¿Vivió una niñez llena de cajas de libros?

-De niño detestaba los libros. Y los seguí detestando hasta bien entrada la adolescencia...

-No creció al pie de la letra...

-Empecé a leer cuando llegué a la edad adulta, para mí ese fue el camino natural. Hasta entonces la literatura no era nada más que algo que se interponía entre la vida y yo. Tal vez por eso solo me acerqué a la literatura cuando fui lo bastante adulto como para entender el placer que podía obtener de ella.

-Duele la historia de su última novela, nos duele como los padres que somos, como los hijos que fuimos y como los niños que crecen a su suerte en el mundo. «República luminosa» tiene forma de crónica. ¿Siente que la novela no se sostiene sin realidad?

-La literatura no se sostiene sin la sensación de realidad. O tenemos la sensación de que el libro habla de nosotros mismos (por mucho que los protagonistas sean elfos) o perdemos el interés al instante. El interés literario se alimenta, para mí, de la profunda convicción de que estamos leyendo algo que es cierto, que se corresponde con nuestra experiencia del mundo. Elegí el formato de la crónica porque me apetecía incluir muchos discursos de naturalezas distintas y porque me parecía que le iba muy bien a esta idea en concreto.

-La novela nació cuando traducía a Conrad. ¿Cómo lee un traductor, le influyen mucho esos autores a los que traduce y en cierto modo reinventa?

-Muchas veces no influyen nada, o la influencia se siente mucho tiempo después...

-¿Qué me dice de Conrad?

-Traduje todos los relatos de Conrad con la escritora Carmen Cáceres, y fue una experiencia muy difícil, pero años después, cuando tuve esta idea, me pude apropiar de manera intuitiva de muchas cosas que había aprendido traduciendo a Conrad. Muchas veces no tenemos conciencia de la utilidad práctica de algo que sabemos hasta que lo empleamos en el lugar menos esperado.

-¿Memoria implícita? Tirando de comparaciones, ¿se ve parecido con el Golding de «El señor de las moscas» o con Salinger? ¿Y con Alice Munro, Flannery O’Connor o la cuentista brutal que es Mariana Enríquez?

-Menos Golding, que me parece un autor irritante, por lo moralista que es, todos esos autores me encantan... y claro que acepto que me digan que tengo rasgos suyos. Uno incorpora intuitivamente lo que le interesa. El sentido de la influencia está en el ADN central del mismo proceso de escritura. Escribir es, en parte, regurgitar lo que uno ha leído.

-Se ha calificado como artista «multimierda», a la manera de Pla. ¿Autocrítica o desplante al postureo cultural? ¿Ve mucho postureo literario, menos literatura que libros?

-Creo que hay una buena proporción de buenos libros con la cantidad de escritores que escriben, una cantidad saludable. No me da miedo la salud de la literatura en español. Sí es verdad que hay postureo en el mundo literario, pero también lo hay en una boda de Soria, en un club de arquitectos de Valladolid o en un congreso de odontólogos de Teruel...

-«República luminosa» acribilla el confort adulto. ¿Cuál es el mensaje? Me lo presentaron como un golpe al mito de la inocencia de los niños... pero me parece más poderosa la denuncia que hace del mundo adulto, de su hipocresía, indolencia y cobardía...

-No hay ningún mensaje. La literatura, la que me gusta al menos, no tiene una respuesta con lazo al final del libro. Los conflictos no acaban con abrazo. Las preguntas que son irresolubles lo siguen siendo después, pero lo bueno es que uno ha hecho un viaje y evidentemente no es el mismo, ha entendido algo también, se ha hecho más sabio (a alguno hará sonreír esta aparente ingenuidad), o al menos ha transitado un lugar que ha puesto en compromiso los estereotipos y prejuicios con los que normalmente mira el mundo. Más que suficiente. Y encima, si el libro es bueno, lo ha hecho con un enorme placer. ¿Qué más se puede pedir?

-¿Qué es un niño?

-Se podría escribir un libro solo con esa pregunta y cómo ha evolucionado la respuesta a lo largo de la historia de la humanidad. Lo interesante no es responder directamente: «Un niño es…», sino qué delata el adulto acerca de sí mismo al contemplar la infancia de una manera o de otra. Qué pretendemos recuperar, o proteger, o atacar, eligiendo la forma que elegimos de pensar la infancia.

-¿Qué diría que es lo peor que puede pasarle a un niño?

-No tengo ni idea...

-¿Profana los libros que lee, es de los que subrayan, doblan páginas, escribe en los márgenes y dibuja cosas... o mantiene las distancias con la obra?

-Yo no, pero mi mujer sí… Sabes que ella ha pasado por allí porque están todos subrayados, así que mientras leo dialogo mentalmente con ella, pienso: «No estoy de acuerdo»... o «¿Por qué no has subrayado esto, que es mejor?».

-¿Pecados literarios?

-Durante una época de mi vida robé compulsivamente libros en todo tipo de lugares, bibliotecas, librerías, casa de amigos... pero ya me he convertido en ciudadano respetable.

-¿Qué lee actualmente? ¿Qué me recomendaría?

-Lara Moreno tiene una fantástica novela reciente, Piel de lobo, y Natalia Ginzburg es una gran clásica, una de las mejores escritoras italianas del siglo XX a la que he tenido el honor de traducir en varias ocasiones. Ahora estoy leyendo un ensayo de Melanie Thernstrom muy recomendable: Las crónicas del dolor.

-Ginzburg, esencial. ¿Qué distingue a un artista y cuál es su papel en el mundo, en la sociedad de hoy?

-Hay una forma sencilla. Los artistas, igual que los superhéroes, llevan los calzoncillos por encima de los pantalones, a diferencia de la gente normal, que los llevamos por debajo. Su función es difícil de definir y casi ninguno de ellos la tiene particularmente clara, lo que no facilita la cosa... Pero son como la monarquía española, hay que cuidarlos como especie en extinción, por mucho que no se sepa del todo para qué sirven.