El Boss juega al preciosismo y desconcierta a sus fans

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Bruce Springsteen apela al pop luminoso y el country en su nuevo disco, «Western Stars». Dejan un puñado de buenos temas que se enfrentan al mito de un pasado sublime

28 jun 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Existe un fan de Bruce Springsteen que aspira a que su mito musical saque otro The River (1980) desde hace décadas. Prácticamente todos los movimientos discográficos del Boss de los noventa a esta parte le disgustan. Pero sigue ahí, erre que erre, esperando un milagro que se antoja imposible: el disco solemne y definitivo del americano en el siglo XXI. Dejando esa baza a Devil & Dust (2005) por eliminación (y no siempre con consenso), ese fan no disfrutó de la efectiva pegada pop de Magic (2007) ni de la energía construida con oficio (y canciones) de Wrecking Ball (2012). Apreció sus movimientos folkies - We Shall Overcome: The Seeger Sessions (2006) y Live In Dublin (2007)- solo como algo complementario y se horrorizó con la jugada del (este sí olvidable) disco de retales High Hopes (2014).

Ese tipo de fan llevaba meses leyendo sobre canciones soleadas y de aire californiano que estaba grabando Springsteen para un nuevo disco de estudio que no se editaba nunca. Ya no le gustaba lo que sugería todo eso: ligereza, luz, ejercicio de estilo. Cuando Western Stars (2019) vio la luz todo se materializó. Canciones pasables, producción equivocada, piloto automático y un artista dibujando el declive de una carrera que otrora resultó soberbia. El pasado pesa y aquí también pisa la visión de un álbum que objetivamente no está pero que nada mal. Quizá haya que desligar del nivel supremo y trascendente de Born to Run (1975), Nebraska (1982) y Born in The USA (1984). Igual que se hizo con The Rising (2002) o los citados Magic y Wrecking Ball. Porque al margen de mitos, listones por encima de la media y pompa, Western Stars es un buen trabajo que proporcionará muchos momentos de placer a quien se acerque a él sin exigencias exorbitadas.

Inspirado, tal y como indicaba el propio artista, en discos pop del sur de California de finales de los sesenta y principios de los setenta, Western Stars muestra una cara preciosista que hace hincapié en los arreglos. De darles brillo se encarga el propio Springsteen y Ron Aniellou, productor del álbum y objeto de las iras de muchos seguidores disgustados por los coros sedosos de The Wayfarer, su trompetita ocasional y la sensación de calor de su órgano. También rechazan la orquestación que mece There Goes My Miracle, supuesto acercamiento al pop melodramático de Roy Orbison. O repudian ese trenzado acústico y reminiscente hasta el homenaje del Everybody's Talkin de Harry Nilsson que es Hello Sunshine.

Se citan intencionadamente esas tres (estupendas) piezas. En manos de otro difícilmente se discutirían. Aquí resultan víctimas del rechazo. Tampoco gusta el lado más austero que conecta con Nebraska, como Somewhere North Of Nashville. Ni los himnos en ciernes elevados con teclados carismáticos, como Tucson Train o Drive Fast (The Stuntman). Igualmente aparece el freno en Moonlight Hotel, balada crepuscular con baños de steel guitar. Cualquiera de ellas causaría una impresión diferente dentro de un repertorio más modesto.

El mito contra sí mismo

Al final, el nuevo trabajo de Springsteen se enfrenta a la grandeza que él mismo construyó y de la que no se quiere desligar. Quizá, como lleva ocurriendo en los últimos años, Western Stars sea más disfrutable por los no fans que los fans. Estos al menos tendrán la consolación de volverlo a ver sobre un escenario. Un lugar donde todavía se le aprecia sin tacha.