Montessori, la pedagoga que abandonó a su hijo

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Feminista y católica, Maria fue una visionaria que sufrió el desprecio de una sociedad que no aceptó su embarazo por no estar casada

03 oct 2020 . Actualizado a las 10:01 h.

Si Maria Montessori hubiera tenido algún hermano, su vida no hubiera sido la que fue. Tal vez no hubiera destacado como esa niña lista, por momentos rebelde, a la que sus padres le consentían todo. Una cría de buena familia que era siempre el centro de atención y que contó con el apoyo incondicional de una madre, maestra de profesión, que hizo todo lo que estaba en su mano para que su hija creciese sin las ataduras de la época para desarrollar su vocación.

Maria Montessori, la gran pedagoga, la visionaria, la feminista, la católica acérrima, la médica, y la casi mística están todas en esta biografía extensa, El niño es el maestro, que acaba de publicar Cristina De Stefano justo cuando se cumplen 150 años de su nacimiento. Hay que ponerse en situación para entender la revolución que supuso el coraje de esta mujer que, rompiendo todos los estereotipos de la época, se empeña en estudiar Medicina rodeada de hombres. Enfrentarse al rechazo le resulta durísimo, pero su afán por ayudar a los demás es una vocación en ella. Tarda en saber que serán los niños los que centrarán toda su atención, porque hasta que no llega a ver el horror del manicomio de Roma, donde se enjaula literalmente a los pequeños con problemas de audición, raquitismo o deficiencias mentales, no se aviva ese destino en Maria.

«Todo el arte de vivir consiste en someterse a la realidad», se repite al final de su vida Maria Montessori, y esa realidad se le impone, de este modo, cuando arranca su carrera. A partir de ese momento se dedica a los niños oligofrénicos, en un experimento que finalmente, como todo en su vida, se derrumba de golpe. De niña, Maria tenía una lengua mordaz, respondía en el colegio, no estudiaba y las profesoras la temían tanto como algunas de sus compañeras, que ya la distinguían por esa impositiva manera de ver el mundo. No era dócil. Ni se dejó manejar jamás, excepto por su madre, la única que en los días oscuros de Maria interviene con determinación.

Con menos de 30 años, siendo ya una feminista militante que mueve las conciencias de las mujeres italianas y empieza a agitar a otras en Europa, Maria se queda embarazada de su amor, el médico y científico Giuseppe Montesano, con quien vive feliz. No estaban casados porque así lo había decidido Maria, que no creía en la institución, pero en esa época la sociedad no admitía un hijo de soltera. Al menos para una mujer de prestigio que, además, alardeaba delante de sus alumnas de la libertad que suponía la independencia de un hombre. Nada le molestaba más, se cuenta en esta biografía, que alguna de sus estudiantes llegase diciéndole que se había prometido. «Contárselo daba pavor», revelan.

«Por un niño lo pierdes todo»

Soltera y embarazada, con una carrera brillantísima, Montessori no sabe qué camino tomar, y es su madre la que le abre la puerta más dolorosa: «Tú has hecho lo que ninguna mujer en Italia: eres una científica, una doctora, y ahora por un niño lo pierdes todo». No parecen las palabras de una abuela, pero surten efecto. Y en cuanto el hijo de Maria nace es entregado a una nodriza, que lo cría a muchos kilómetros. Mario, que así se llama el niño, crece huérfano de madre. Y Maria, marcada por esta terrible decisión, parece encontrar consuelo en todos esos niños que viven necesitados, a veces también de la figura de una madre. Esa incongruencia es la que da sentido a la vida profesional de Maria, cuya angustia existencial se va aplacando gracias a su fervor y a una fe ciega. Católica acérrima, Montessori reza por ese hijo que ha entregado a otras manos, pero su desaliento es mayor cuando de golpe su fiel amante decide casarse con otra mujer y recupera a ese hijo perdido que ella ha abandonado. El padre ejercerá de padre. Maria no podrá hacerlo como madre. «Hay un dolor más fuerte que perder al hombre amado y es tener que convencerse de que no es la persona que creíamos. Tener que despreciarle es atroz», escribe. Y vaya si lo desprecia.

Rota, encerrada en sí misma, Montessori es casi una mística que encuentra en su férrea voluntad, en esa vocación monjil, el modo de orientar sus estudios pedagógicos. Entra de nuevo en la universidad para estudiar Filosofía y Letras y combina su interés por la antropología con sus avances en los métodos de enseñanza. «El niño apenas tiene necesidad del profesor, trabaja por sí solo, no se necesitan ni abecedarios ni cuadernos», grita al mundo. «Todos acaban cediendo a su voluntad», confiesa tiempo después una de sus nietas. Porque tras la muerte de la madre, Maria decide ir en busca de ese hijo perdido, que con 15 años la recibe con los brazos abiertos. «Sabía que algún día aparecerías», la abraza.

«Intelectualmente era una visionaria, como Marconi, Bell o Edison, pero emocionalmente era una mujer de buena familia de la época victoriana», la justifica un familiar. Y en ese contexto, se descubre su proximidad con Mussolini y su afán por manejarse con el poder. Pero detrás de Montessori, estaba Maria, la mujer contradictoria, dulce e ingrata, que en esta biografía es lo que más atrapa.