01 jul 2022 . Actualizado a las 05:00 h.
En Alguero, el cielo tiende a lo endrino y a las tormentas. Desde la torre parece estar al alcance de la mano, pero cuando la estiro, se aleja como los sueños a punto de cumplirse, los sueños siempre se van o se convierten en otra cosa, como las ciudades, que nacen y mueren una y otra vez y nosotros buscamos en ellas las huellas de lo que fueron mientras nuestro cuerpo, mi cuerpo, ruge como ese trueno que me despertó anoche cuando dormía en una celda de un monasterio con claustro y siglos de cigüeñas en su campanario. Fue tan terrible que por un instante imaginé que la muralla se desprendía de tierra firme y se perdía por el Mediterráneo, como yo misma, que me deslizo sin saber adónde y avanzo, porque eso hace el ser humano, ¿verdad? Moverse, moverse siempre y temer a las tormentas, quedarse muy quieto mientras los rayos iluminan la noche y te preguntas cómo sería el resplandor de aquella otra noche, la de San Pascual, en que los aviones aliados destruyeron la ciudad antigua. Y me pregunto si alguien lo sabe, por qué fue necesaria tanta muerte, tanta ruina, tanto azotar la vida y la belleza, y me quedo muy quieta en mi cama de ochenta pensando en las guerras que ganan los buenos y en los muertos que dejan atrás y en la pobreza de Cerdeña, que es hermosa y parece África, explotada y abandonada, parezco yo, que también fui hermosa alguna vez en los ojos de alguien y pienso en coger un avión y que me lleve a alguna parte, sabiendo que donde quiera que vaya habrá una ruina y quizás lleve mi nombre.