El escritor Julio Llamazares recrea en su última novela el viaje que su padre hizo con 18 años como radiotelegrafista en la Guerra Civil
24 oct 2025 . Actualizado a las 05:00 h.Esta es la historia de uno de tantos héroes de segunda fila. A finales de 1937, Nemesio tenía 18 años y estaba estudiando Magisterio. Era un secreto a voces que también iban a movilizar para la guerra a los de su quinta. Así que le recomendaron que se acercase a la sede del Gobierno Militar de León y se alistase voluntariamente en el Ejército para evitar ser carne de cañón en cualquier batallón de Infantería. Allí se presentó junto a su inseparable amigo Saturnino, aprendiz de maestro también y casi un hermano, y gracias a sus estudios les asignaron al Regimiento de Transmisiones. Empezaba entonces un viaje, casi el único de su vida, desde el pueblo leonés de La Mata de la Bérbula hasta Castellón, pasando por dos de las peores batallas de la Guerra Civil. Nemesio y Saturnino sobrevivieron y el hijo del primero, un tal Julio Llamazares (Vegamián, 1955), recorre 86 años después esa misma ruta en busca de respuestas a algunas preguntas que no hizo a tiempo, es decir, cuando su padre todavía vivía.
El viaje de mi padre, la novela que acaba de publicar el escritor leonés, es el resultado de una réplica de los 800 kilómetros que Nemesio hizo en seis meses por culpa de la guerra. Una reconstrucción llena de agujeros e incógnitas. Ya no queda nada de las vías del tren por las que trasladaron a los nuevos combatientes desde Palencia hasta Aragón. Ni rastro de los grandes nodos ferroviarios de la vía de Ariza ni del aeródromo donde tenían su base las tropas italianas y alemanas, que ahora no es más que una inmensa plantación de manzanos. Los pueblos más dañados se reconstruyeron o se abandonaron. Y con la muerte de los más ancianos se enterraron los recuerdos y los pocos datos que había sobre ataques aéreos silenciados, heridas cerradas en falso y aquellas bases improvisadas que montaban los soldados de ambos bandos. Parece mentira, pero tampoco hay grandes certezas sobre aquella toma de Teruel en un invierno tan frío que algunos historiadores han bautizado como el Stalingrado español. Las temperaturas eran tan bajas que algunos novatos murieron al delatarse ante el enemigo haciendo hogueras de noche para poder calentarse. Las crónicas hablan de miles de muertos y amputados, y los campesinos recuerdan cómo los soldados que llegaban con las piernas congeladas se las metían en estiércol para aprovechar el calor y tratar de recuperar la sensibilidad. Por ahí pasaron Nemesio y Saturnino que, aunque no recordaban nombres de localidades ni el nombre del mando que les dirigía, seguían sintiendo frío en el cuerpo cada vez que hablaban de su paso por Teruel.
Una misión suicida
Tras la batalla de Teruel y unas semanas de descanso en Zaragoza, su ruta hacia Castellón es incluso más incierta. Julio Llamazares no tiene vía del tren que seguir y ni su padre ni su amigo recordaban grandes detalles. «En la guerra uno está más pendiente de conservar la vida que de saber por dónde camina o cómo se llaman los pueblos por los que pasa», recuerda en un fragmento de esta crónica que entremezcla sus conversaciones con los pocos vecinos que se cruza y los detalles que recuerda de lo que le contó su padre. Se documenta, busca información sobre las posibles rutas y encuentra grandes lagunas en ese camino hacia el Mediterráneo. Sabe que llegaron a Castellón, pero desconoce qué ruta siguieron para cruzar la espina dorsal de la península y eje ahora de la España vaciada.
Del cementerio al mar. Un viaje que nace del arrepentimiento por no haber escuchado lo suficiente las historias de su padre y que acaba con la única certeza, su supervivencia. Con esa anécdota contada a medias que explica por qué Nemesio y Saturnino salieron con vida de la batalla de Levante. De esa idea desesperada, atinada y certera que les convirtió en los únicos supervivientes de un batallón que cruzaba en una misión suicida la sierra del Espadán. Una patada a un trasto italiano que justifica la existencia del propio Llamazares y que le da sentido a ese viaje a ninguna parte. Al vacío, a los esqueletos ferroviarios, a lo abandonado y al silencio del polvo. Un viaje para honrar a los civiles que sobrevivieron, pero también a los que murieron en el campo de batalla, en la toma de las ciudades, a los que no llegaron a tiempo al refugio y esa mujer que se asustó al escuchar un avión y salió corriendo del lavadero en el que estaba a salvo. «Va a ser ese mi destino: el de seguir los pasos de otros en busca de no sé muy bien qué», reflexiona Llamazares. Pues que así sea. Y que dure años, para que sus lectores lo sigan disfrutando.