El arte de fusilar noticias

Á. M. Castiñeira REDACCIÓN / LA VOZ

HEMEROTECA

El reportero de La Voz Alejandro Barreiro le «roba» una entrevista a su colega, amigo y tocayo Pérez Lugín. Y la publica con el relato de cómo se la ha birlado...

14 ago 2017 . Actualizado a las 20:05 h.

Hay ocasiones en las que la noticia es menos interesante que cómo se cuenta o se consigue. Más si cuando la leemos le han caído ciento y pico años encima. Lo importante en este caso concreto es el así se hizo. No hay más que leer el título: «Cómo se fusila una interviú».

El relato empieza con un encuentro casual en la calle. Los que se topan de frente son dos Alejandros, buenos amigos, ambos periodistas, uno de La Voz y el otro del hoy desaparecido diario madrileño El Mundo. Uno es Barreiro, y el otro su tocayo Pérez Lugín, que se ha reunido días atrás con el cardenal José María Martín de Herrera, pero que aún tiene la entrevista en el tintero. Barreiro, muy sutil, lo empuja a llevarla al papel y, de paso, se la queda. Eso sí, un poco salpimentada a modo de aperitivo del nuevo periodismo, una corriente, por supuesto, non nata. Para eso queda medio siglo.

Mientras Lugín se «pavoneaba» por la calle con su «apariencia de banquero», la prensa acababa de poner al prelado en el ojo del huracán. Varios periódicos lo señalaban como muñidor de una manifestación católica que estaba al caer en Santiago y cuya carga política era de profundidad. Pero él, despreocupado, no tenía ni idea del revuelo que se había organizado.

Así, en la inopia, se lo encontró Barreiro, que aprovechó la situación y su ingenio afilado para indagar qué le había contado su ilustrísima. «¡Hombre de los misterios! ¡El diocesano, jefe de un movimiento temible, y usted guardando el secreto!», le espetó. «¡Falso! Lo sé todo... Me lo ha dicho todo... Martín de Herrera es un bendito», respondió Lugín, «que desde hacía tres días guardaba en el fárrago informe de sus notas, las que había recogido del ilustre purpurado», y «de pronto sintió un ansia atroz de que las conociese España entera». Bramó: «¡El telégrafo! Vamos al telégrafo... ¡Cueste lo que cueste!». 

Al acecho

«Yo declaro que fui infiel a Lugín», reconocía Barreiro. «Lo acechaba como a una presa» mientras él redactaba agitado cuartillas para enviar a su diario. Y confesaba: «Jamás me preocupó tanto lo que pudiese decir o pensar mi amado pastor [...]. Sin embargo, la fiebre de Lugín era síntoma de algo trascendente».

El madrileño «garrapateó [...] en una hoja de papel. Después llenó otra hoja. Llovieron palabras, sobre muchas más». «Yo, pérfido, leía». El cardenal, sin embargo, «no decía nada nuevo». «No diré que eran los suyos lugares comunes, porque a esas horas no sé si eran suyos realmente, o si pertenecen a Lugín o si son míos. El interés vino luego».

«Estoy absorto al leer los telegramas de hoy, que diputan a Marín de Herrera como director del movimiento del próximo día 2», telegrafiaba Lugín, que añadía extensas explicaciones en boca del arzobispo.

«-Se entiende.

»-Una delicia. Venga».

En un momento, el redactor de La Voz hizo ademán de apartarse, pero Lugín -«que tiene cogido el hilo y copado el del telégrafo»- lo animó «a la indiscreción».

«-¡Ande usted! Ahora viene lo bueno.

»Escribe febril. Casi no traduzco las patas de mosca que maculan la cuartilla».

En sus respuestas, Martín Herrera hablaba del preocupante «influjo de las izquierdas, con Lerroux, con Iglesias al frente».

«-¿Grave?

»-¡Muy grave!»

Después insistía en que el episcopado solo obedecería, «en las Cortes y fuera de ellas», las instrucciones que recibiese del Vaticano.

«-Bravo, Lugín.

»-¡Hombre, no diga usted!».

«El lápiz de Lugín, que vuela, traza de pronto estas palabras: ‘‘Añadió respecto [a lo] dicho [por] otros prelados, que existe completo divorcio entre obispos [de] verdad y obispos laicos, erigidos en directores [del] movimiento clerical’’, acentuando, subrayando ese calificativo singular de los obispos laicos. Dejo de leer y hago punto. Basta». 

«Me expongo a que me fusile»

Solo faltaba la disculpa. Innecesaria, desde luego. «Bueno, yo que he fusilado la interviú del amigo, me expongo a que me fusile. Conforme. Me queda el recurso de comprar mañana todos los ejemplares de El Mundo por si influye este trasunto de la interviú en la venta del admirable periódico. Pero cómprenlo ustedes, que eso irán ganando».

El ladrón no acabó en el patíbulo. Pocos años después, a Lugín quizás se le ocurrió el castigo de incluir en La casa de la Troya, como un personaje amante de hacer los bajos con la guitarra, a «Barreiro, que bebe los vientos por una coruñesita pichú canela».