Mariano Sigman, neurocientífico: «Uno puede aprender a disfrutar de una experiencia emocional negativa»

Laura Inés Miyara
LAURA MIYARA LA VOZ DE LA SALUD

SALUD MENTAL

Mariano Sigman (Buenos Aires, 1972), neurocientífico y autor de El poder de las palabras.
Mariano Sigman (Buenos Aires, 1972), neurocientífico y autor de El poder de las palabras. Elvira Megías

El autor de «El poder de las palabras» cuenta cómo la conversación con uno mismo y con los demás puede mejorar nuestra vida

13 oct 2022 . Actualizado a las 19:09 h.

Mariano Sigman es doctor en Neurociencia por la Rockefeller University de Nueva York y es un referente mundial en la neurociencia de las decisiones y de la comunicación humana. Codirige el Human Brain Project, una iniciativa internacional para entender y emular el cerebro humano. Su libro más reciente, titulado El poder de las palabras. Cómo cambiar tu cerebro (y tu vida) conversando (editorial Debate), aborda una idea que, como él mismo reconoce, no es nueva, sino que está bastante extendida en el saber popular: hablando, la gente se entiende. Pero lo novedoso de su trabajo es que a través de una serie de experimentos y estudios, Sigman descifra las claves que hacen que una conversación (con uno mismo o con los demás) sea realmente efectiva para todo tipo de objetivos: desde resolver conflictos interpersonales hasta superar barreras psicológicas y cognitivas que nos impiden avanzar como humanidad. Hoy, el científico argentino revela a La Voz de la Salud algunos de esos secretos.

—¿Cómo tiene que ser una conversación buena, una que nos ayude a resolver conflictos, mejorar situaciones o sanar emociones?

—Hablar aclara las ideas, ayuda a identificar errores en los razonamientos propios y a encontrar soluciones. Es una herramienta para pensar mejor. El punto es que nadie nos enseña a conversar. Conversamos todo el tiempo, conversamos con amigos, conversamos en familia, conversamos en en el trabajo, en la esfera pública. Pero nadie nos enseña realmente cómo conversar. Y conversar es la esencia de cómo compartimos las ideas y cómo adquirimos ideas de los demás, o sea: es una ventana al conocimiento. Pero a veces eso va un poquito a la deriva y depende de los distintos contextos. Por ejemplo, la gente conversa de distinta forma en Twitter, en Instagram, en TikTok, por mail o cuando habla espontáneamente. En las redes sociales, estás conversando con un montón de gente al mismo tiempo y pasan un montón de cosas que son nocivas para la palabra. Por ejemplo, la intimidación social. Es muy difícil hablar en una situación en la cual una persona tiene miedo a decir lo que dice, ya sea por presión social o por presión pública.

Distintas organizaciones de la conversación hacen que uno saque cosas que pueden ser más interesantes, o que pueden gustarte más, o que pueden tener tonos emocionales distintos. Hay ideas bastante simples, bastante básicas. Por ejemplo, conversar en el sentido genuino de intercambiar ideas, no puede hacerse entre 870 personas, es imposible. Lo que pasa ahí es algo que se parece mucho más a la arenga, a lo que pasa en la tribuna de un partido de fútbol. La conversación tiene que hacerse en grupos pequeños.

La segunda cosa importante es que es muy difícil hablar en una situación en la que no tienes tiempo, oportunidad, ni disposición de escuchar a los demás. Porque hay que conversar con gente que piense distinto a ti. La buena conversación es una conversación en la cual alguien te sorprende y te dice algo distinto de lo que pensabas, pero eso no te genera rechazo ni ganas de responder ni de contraatacar, sino que te induce a pensar y te enriquece. La buena conversación es ese espacio chiquito y calmo en el cual, cuando una idea distinta llega a tu cerebro, en vez de rechazarla, le das la bienvenida, la aceptas y así creces en tus ideas.

—Uno mismo tiene que trabajar en esa disposición para poder escuchar a la otra persona...

—Son muchas disposiciones, la emocional, la de escuchar al otro. En la conversación entre hermanos, por ejemplo, muchas veces, les provoca y se pelea. Pero se quieren mucho, por supuesto. Ahí tienes otra conversación donde hay poca gente, se podría hablar y escuchar, pero hay una predisposición tan fuerte, que a veces obnubila otras cosas. Otro ejemplo claro es el de un chico que se cae y el padre le dice: «Te dije que no hicieras eso», en vez de preguntarle cómo está. ¿Por qué pasa eso? Porque hay un automatismo que sale de algo que es noble, que es bueno, que es el deseo de cuidar a una persona, pero que se vuelve tan preponderante que predispone una conversación a un tópico particular. Uno pierde la oportunidad de entender al otro cuando viene con una predisposición en la que, en vez de tratar de hacer eso, trata simplemente de atacarlo. Hay muchos ejemplos donde la conversación no funciona porque uno entra con la predisposición equivocada.

—Pero para lograr esa predisposición hay que tener claro el objetivo de la conversación...

—Así es. Pero hay automatismos que nos llevan a objetivos que en realidad, si lo pensamos, no son tan importantes. El ejemplo típico es una discusión, puede ser una discusión de socios en una empresa, de pareja o entre amigos. Entonces la pregunta es: ¿cuál es el objetivo de esa conversación? Muchas veces, el primero que aparece es convencer al otro de que tengo razón. Pero al final uno se da cuenta de que hay cosas más importantes que la razón. Por ejemplo, puede ser más importante que la otra persona termine bien o que uno termine bien. A veces es mejor ceder y decir «bueno, no importa, sabes qué, da igual». A lo mejor le dijiste todo lo que le tenías que decir a tu hermano, pero después no se hablan durante diez años y eso es más grave que no haber esgrimido todos los argumentos en la conversación. Esa conversación falló, porque hay cosas mucho más importantes que se hundieron en el camino.

Raramente uno piensa cuál es el valor de una conversación y, en general, de las cosas que hace en la vida. Un ejemplo. Una vez, yo tuve un incidente de tráfico como peatón. Era una situación en la cual yo tenía razón. El conductor se puso muy agresivo conmigo y bajó a pegarme. Me dice: «Sos un estúpido». Y yo realmente pensaba que tenía toda la razón. Pero en vez de decirle eso, le dije: «Sí, soy un estúpido». Y podría decirse que esa discusión la perdí, porque en realidad yo no era el estúpido. Pero yo siento que la gané, porque si no hacía eso, a lo mejor me iba a ir convencido de que fui valiente y dije lo que tenía que decir, pero me comía una pelea, que para mí no tenía ningún sentido ni ningún valor. Entonces, uno a veces se mete en discusiones donde no piensa realmente cuál sería el mejor resultado posible para esa conversación.

—¿Cómo podemos usar el «poder de las palabras» que describes en el libro?

—El primer punto es que, otra vez, hay un montón de automatismos que viven en el lenguaje y en los que no pensamos. Casi todo el mundo piensa que el futuro está delante y que el pasado está atrás. De hecho, así son las metáforas del lenguaje: caminamos hacia el futuro, vamos hacia adelante, hacia un futuro mejor. Hay otras culturas muy interesantes, por ejemplo, los aimaras. Para ellos, el pasado es lo único que uno conoce y por lo tanto es lo único que uno ve, es lo que está delante de los ojos y ellos imaginan que el pasado lejano está muy delante, en el horizonte, y detrás, en la espalda, lo que no vemos, ahí está el futuro. Y así es como, caminando hacia atrás, el futuro se va volviendo pasado a medida que uno empieza a verlo.

Esto es un ejemplo de cómo muchas cosas que nos parecen dadas, en realidad, uno tiene la oportunidad de cambiarlas. El tiempo es un poco abstracto, pero hay otros dominios más concretos en los que ocurre esto en la cultura. Por ejemplo, «Las niñas no se enfadan». ¿Quién dijo que las niñas no se enfadan y los niños sí? O «Los hombres no lloran». Todo eso nos va dando una envoltura en la que perdemos un montón de libertades para pensar cómo queremos ser. Uno se crea esos estigmas todo el tiempo. «Soy hombre, no lloro, tengo que ser fuerte». O «Lo mío son los números, pero no el deporte», «Soy tímido, no me atrevo a hacer esto». A veces, estas cosas son ciertas y está perfecto, pero muchas veces no lo son y son lugares en los que hemos confluido por fuerzas culturales, por fuerzas afectivas, por fuerzas personales en la historia de la vida de cada uno. En realidad, tenemos un montón de rango para cambiar eso. Uno puede cambiar predisposiciones muy fuertes sobre todo lo que es y eso es algo que ocurre para cada uno de nosotros.

—¿A nivel de las emociones cómo funciona esto?

—Las emociones son el ejemplo máximo de esto, porque parece que fuesen un reflejo. Uno siente tristeza y no tiene nada que hacer con eso. La tristeza aparece y es como una enfermedad: ocurre y ya no se puede evitar. Las emociones las vivimos como reacciones viscerales sobre las cuales no tenemos ninguna injerencia. Pero no es así. Uno tiene un montón de opciones para reinterpretar cómo vivir una emoción, esto se llama resignificación, que es la libertad que tenemos. Ante la misma experiencia corporal, una persona puede decir «estoy triste», otra puede decir «estoy enfadado», otra puede decir «estoy entusiasmado». Uno mismo puede sentir estas cosas aún ante la misma expresión corporal. El miedo parece algo feo, pero eso se puede cambiar y de hecho todos nosotros tenemos situaciones en las cuales disfrutamos del miedo, por ejemplo, una película de terror o una montaña rusa. Entonces, uno puede aprender a disfrutar de una experiencia emocional negativa de una manera muy distinta y es una disposición que no se hace en un segundo, pero es como adquirir un gusto o un sabor. Empieza por tratar de no concentrarse en la experiencia negativa, sino ir abrazando estas ideas como distintos colores de la vida e ir intentando encontrar placer en esos lugares. No es algo que se haga inmediatamente, pero tenemos un rango enorme para cambiar toda nuestra experiencia emocional.

—Algo interesante que mencionas en el libro es la capacidad que tenemos de reinterpretar una emoción de forma tal que nos movilice a la acción en lugar de paralizarnos. ¿Cómo se logra eso?

—El ejemplo típico de eso son la tristeza y el enfado. La tristeza y el enfado vienen de una pérdida. Una persona se enfada si le roban algo, una persona está triste si pierde a alguien cercano, si se va a alguien que uno quiere. La diferencia principal es que con la tristeza uno piensa que no puede hacer nada para resolverlo y entonces se queda abatido. En el enfado, esa pérdida nos parece injusta, pensamos que podemos resolverlo y entonces sale todo un vigor para tratar de solucionarlo. Pero muchas veces, esas emociones se confunden. Es importante el análisis de la emoción, y eso se logra conversando con uno mismo y con los demás. Tratando de reflexionar, viviendo las emociones con menos pasión, escuchándolas, atendiéndolas, pero no sobrereaccionando. Muchas veces, el problema no es el miedo, sino el miedo al miedo. Uno tiene miedo y entra en un círculo. Si uno deja que el miedo ocurra y lo mira con tranquilidad, una pregunta muy interesante que uno puede hacerse es, no tanto qué es lo que estoy sintiendo, sino para qué; qué es lo que pasó que me hace sentir lo que estoy sintiendo y a dónde me está llevando y a dónde quiero ir. La idea no es trabajar la emoción, sino entender qué es lo que la emoción nos está contando sobre nosotros. Y eso alivia la emoción y la vuelve mucho más útil e interesante.

—Habla mucho de cómo nos perjudican los mitos que creemos acerca del cerebro. ¿Cuáles son los mitos más nocivos sobre el funcionamiento de nuestra mente?

—Un mito que solemos creer mucho está en la frase «Yo no», o sea, «Yo no puedo», «Yo no sé», «Yo no sirvo». Y después, cada uno lo conjuga con lo que quiere, pero esos son mitos que vamos desarrollando con la edad. En general, un niño nunca piensa eso. Un niño puede hacer todo. Cuando crecemos, pensamos que hay cosas que no podemos hacer, pero en realidad es que en algún lugar de comodidad hemos ido viendo que hay ciertas cosas que se nos dan un poco mejor, que nos cuestan menos esfuerzo, donde fluimos un poco más y entonces se pone un estigma en el cual todo el resto de cosas empiezan a ser los «yo no»: yo no sirvo para pintar, yo no tengo fuerza para esto, yo no tengo persistencia, yo no tengo la capacidad de concentrarme. Los mitos sobre nosotros mismos se forman en estigmas que tienen esa estructura. Cuando uno dice «yo no puedo pintar», la respuesta no es «ponte a pintar y vas a ser Picasso». Probablemente uno no lo sea, pero pintar seguro que puedes. Todos podemos mejorar en cualquiera de esas dimensiones de la vida, lo que pasa es que muchas veces hay cosas que, como nos cuestan, las ponemos muy rápido en esa etiqueta de cosas que no podemos hacer.

Laura Inés Miyara
Laura Inés Miyara
Laura Inés Miyara

Redactora de La Voz de La Salud, periodista y escritora de Rosario, Argentina. Estudié Licenciatura en Comunicación Social en la Universidad Nacional de Rosario y en el 2019 me trasladé a España gracias a una beca para realizar el Máster en Produción Xornalística e Audiovisual de La Voz de Galicia. Mi misión es difundir y promover la salud mental, luchando contra la estigmatización de los trastornos y la psicoterapia, y creando recursos de fácil acceso para aliviar a las personas en momentos difíciles.

Redactora de La Voz de La Salud, periodista y escritora de Rosario, Argentina. Estudié Licenciatura en Comunicación Social en la Universidad Nacional de Rosario y en el 2019 me trasladé a España gracias a una beca para realizar el Máster en Produción Xornalística e Audiovisual de La Voz de Galicia. Mi misión es difundir y promover la salud mental, luchando contra la estigmatización de los trastornos y la psicoterapia, y creando recursos de fácil acceso para aliviar a las personas en momentos difíciles.