Flatulencias de una tarde de noviembre

Emilio R. Pérez

LUGO

01 dic 2022 . Actualizado a las 00:00 h.

Tiempo de castañas. El cariz de más de un rostro era un poema, mas la Manola se empeñó en hacerlas y a ver quién era el chulo que decía que no. No osó nadie alzar un dedo en señal de desacuerdo; buena es la Manola si le llevas la contraria en este aspecto. Así que sí, se esbicaron las castañas, puso al horno la bandeja y nos tomamos mientras tanto un fino tinto de Barrantes para ir abriendo boca. Al tercer o cuarto vaso alguno había que la abría demasiado y exhibía tal sonrisa repugnantemente negra, que el orificio parecía el ojo de buey de un petrolero. Yo entre ellos. El Barrantes tiene eso: alegra y tiñe al mismo tiempo. Vaya chutes nos metimos. Y en tanto andábamos con ello, vociferando y dando al prive alternativamente, comenzó en el horno el bombardeo de castañas reventando; fiel preludio, pensé yo, de lo que estaba por venir, pues en mi caso al menos, desde el píloro hasta el recto hay por norma visceral rechazo a estos productos. Pero bueno, ya se sabe que además de andar a gatas, el vino en abundancia hace al cobarde osado y al intrépido lo amansa. Llegado al tercer vaso  ?calibre 120, por supuesto ?, con la euforia abriendo paso y olvidado del temor al bombardeo, llevaba combustible suficiente como para hacer saltar la banca; y va Manola y sirve las castañas. Por noviembre ya no hay fiestas, ni verbenas, ni se tiran, por lo tanto, bombas de palenque; esa tarde, sin embargo, se montó tal pandemónium, que a pesar de ser noviembre parecía pleno julio y la festividad del Carmen.

Mirando a la Manola de reojo, comí un par de castañas…, seis…, una docena acaso; fui bajando el embolado con un par de tragos largos y optimista sospeché durante un rato que quizá por esta vez me respetara el epigastrio… Pero no, fue una falsa alarma, una calma tensa previa a la tormenta… ¿Tormenta?... Válgame Dios, yo estoy por jurar ante un juzgado que al primer embate despegué de la banqueta. ¡Madre del amor hermoso vaya embate! ¡Cómo se las gasta mi epigastrio! ¡Vaya alarde de energía, vive Dios, vaya músculo! ¡Cabreado es en potencia como el Etna y el Vesubio juntos!

Miré a mi izquierda para disculparme -un accidente lo tiene cualquiera, iba a decir-, pero el careto de la Manola era un auténtico poema. Con los ojos como platos y dos bolas por mofletes tan siquiera masticaba, estaba inerte, roja como un pimiento, estupefacta acaso, más rígida que un palo.

La euforia se me pasa de repente, y cuando el tierra trágame asomaba por mi boca, se despachan de manera alternativa los vecinos de allí enfrente que, con caras de panoli y ojillos de mirada lela por el vino, sonreían y pensaban que la fiesta ya era cosa colectiva. Madre mía, nada más allá de la funesta realidad. Por Dios, ¿pero es que no se daban cuenta? Cual si en su boca hubiera ruedas y hubiera habido un reventón, tras oír el último estampido a la Manola las castañas le salieron a presión con tanta fuerza, que al único formal que había en la mesa le quedó la cara cual si hubiera contraído la viruela más viral pero a lo bestia.

Tal silencio abrumador se hizo que, de haberla, hasta el vuelo de una mosca se habría oído. Con el rostro acongojado nos miramos mutuamente los obscenos y de forma alternativa a la Manola, cuya cara tenía trazas de castaña a un tris de reventar, y al pringado aquel de al lado que, impactado, tan siquiera se atrevía ni a limpiar del suyo la bazofia.

El primer gran sartenazo fue a impactar sobre mi calva y el segundo no lo sé; sólo sé que sin contar el mío sonaron tres. Así es que cabe deducir que o a algún pedorro le cayeron dos, o que al paspán de mi derecha, el del rostro de viruela, también uno le cayó. A joderse por mamón. Colérica perdida la Manola, hecha una fiera, con los restos de castaña por los lindes de la boca, sartén en ristre se movía por la estancia cual auténtico cinturón negro sobre un tatami, repartiendo, resoplando y jurando en arameo con epítetos altisonantes de un completo repertorio en cuyo estrato el más suave, pero muy de largo, era el de guarros. Salimos de la casa en estampida, y si alguien me pregunta cómo, en qué y por dónde llegué a la mía se queda sin respuesta porque no lo sé.

Desde entonces no frecuento ya su casa. Por si acaso. Dicen que anda aún bajo el efecto de algún síndrome de enajenación mental severo. Tendré que ir sopesando seriamente cuándo vuelvo. No hace falta dar constancia, pero si no la doy reviento: odio a muerte las castañas. Por cierto, días después de la refriega, mi ventana aquí en el alto aún sigue abierta.