Lo que se ve y lo que no se ve

Manel Antelo
Manel Antelo TRIBUNA

OPINIÓN

04 ago 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Un día cualquiera de 1839 en una calle cualquiera de la ciudad de Bayona (Francia). A un maleante que cruza por la calle principal se le da por lanzar una piedra contra el cristal de una panadería, que resulta hecho añicos. De repente, el panadero sale a la puerta de su local profiriendo voces y mostrando estupor por lo sucedido. Y sobre todo enojado, pues va a tener que rascarse el bolsillo para reponer el cristal roto. Unos viandantes que pasean por allí se acercan y, en un arranque de empatía, tratan de consolarlo con palmadas de ánimo y afecto. 

Así y todo, al poco tiempo alguien salta diciendo que no hay para tanto; que nadie -ni siquiera el panadero- debería lamentarse por lo ocurrido: a fin de cuentas, su supuesto infortunio no es tal, ya que el dinero que va a tener que gastar en el nuevo cristal le vendrá de perlas al cristalero, quien a la postre tiene en la rotura de cristales una de sus fuentes de ingresos. El cristalero, a su vez, utilizará ese dinero para comprar un par de botas, el zapatero gastará lo que reciba del cristalero en conseguir una armadura; el herrero que hizo la armadura, en adquirir una bicicleta y así sucesivamente, de modo que esta concatenación de gastos e ingresos acaba produciendo un efecto positivo en el conjunto de la economía. Este diagnóstico del que alzó la voz -y que tiempo después los economistas keynesianos dieron en llamar «efecto multiplicador»- convence a todos los allí reunidos, quienes asienten y concluyen que, en realidad, el acto vandálico fue algo positivo para la sociedad. Y con ese convencimiento se van por donde habían venido dejando al panadero a su suerte.

La versión original de una historia como esta -conocida como «la paradoja de los cristales rotos»- se la debemos al gran economista francés Frédéric Bastiat, quien la plasmó en su libro Ce qu?on voit et ce qu?on ne voit pas. La tesis del libro es que muchos analistas y administradores públicos yerran cuando evalúan medidas que se ponen en marcha, pues consideran solo «lo que se ve» e ignoran «lo que no se ve», pese a que esto último puede ser tan relevante o más que lo primero. En el ejemplo de Bastiat, «lo que se ve» es que el panadero tendrá que acometer un gasto para cambiar el cristal, lo cual repercutirá positivamente, primero en los cristaleros y después en los sucesivos beneficiarios de la cadena de gastos e ingresos inducidos. Pero también existe -aunque no se perciba- «lo que está oculto»: que el dinero que el panadero se ve obligado a gastar en el nuevo cristal podría servirle, por ejemplo, para comprar el abrigo que tanto necesita y al que ahora tendrá que renunciar por falta de medios. Al no comprarlo, el sastre no resulta beneficiado al no recibir el ingreso pertinente, el carpintero del sastre tampoco, el carnicero al que iría a por carne el carpintero tampoco, y así sucesivamente. Es decir, que lo único que consigue el efecto multiplicador de reponer el cristal roto es sustituir un efecto similar que hubiera surgido a partir de un gasto inicial en algo alternativo al cristal. Y al no existir efecto neto positivo, lo único que queda es un cristal roto.

En definitiva, el razonamiento del orador es falaz, por cuanto considera los beneficios del cristal roto, pero no los costes escondidos. Y lo cierto es que, al final, considerando la economía en su conjunto, hemos perdido el valor de un cristal; ergo, «la sociedad pierde el valor de los objetos inútilmente destruidos», por lo que «la destrucción no es ningún beneficio». 

He traído a colación esta historia por el vandalismo que, gratuita y alegremente, se ejerce sobre todo tipo de bienes comunales (papeleras, señales de tráfico, paredes de edificios, contenedores de basura, baños públicos, jardines o paradas de autobuses, sin ir más lejos), por el gran número de desechos que, sin ningún tipo de miramiento, se arrojan al suelo y por muchos otros actos de similar naturaleza que están a la orden del día. No en vano, mucha gente no solo no recrimina esta forma de proceder, sino que la defiende con el argumento de que así se les da trabajo a los barrenderos y a las empresas que reponen el mobiliario público. ¿Diría el lector que actos como esos generan empleo y riqueza netos? ¿O más bien se alinea con la tesis de Bastiat de hace casi doscientos años?

Manel Antelo es profesor de Economía de la USC