Los carroñeros de la corrupción política

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

21 abr 2017 . Actualizado a las 08:41 h.

De todas las patologías con las que ha de convivir la democracia, la corrupción política es la más insidiosa y, por eso, la más grave. Los políticos corruptos son los que, prevaliéndose del poder que les ha sido otorgado por el pueblo para gobernar mediante la gestión de fondos públicos, se dedican a llevarse el dinero que es de todos, sea para su provecho personal o para beneficio del partido al que cada uno pertenece. Los políticos corruptos violan flagrantemente de ese modo el pacto social que justifica su función: la entrega de un poder, que es de todos, a cambio de su uso (¡que no abuso!) en defensa de los intereses generales. 

La corrupción no es solo, en consecuencia, una sinvergonzonería y una forma ruin de delinquir. Es además una burla inadmisible a la regla esencial de los sistemas democráticos: como los ciudadanos no podemos autogobernarnos, ponemos esa responsabilidad en manos de otros para que lo hagan por nosotros. Esa es la razón por la que el político corrupto pierde toda legitimidad en el ejercicio del poder que tiene conferido y se convierte en un mafioso, para el que la ley no es un límite a sus actos sino un instrumento con el que ocultarlos frente a quienes deben garantizar su cumplimiento.

Hay, en todo caso, una podredumbre de la corrupción que hoy, estando como está nuestro país, es indispensable denunciar: la que practican los partidos al haberla convertido en la principal arma de lucha política contra sus adversarios en las urnas. No es un fenómeno exclusivo de España, por supuesto, y para comprobarlo basta mirar alrededor, aunque aquí ha dado en un hábito nefando que ha convertido la política española en un verdadero muladar. Todo ello habría sido imposible, por supuesto, sin la frivolidad de esos jueces que se han valido de la cruzada contra la corrupción (real o supuesta) como gran trampolín de sus carreras profesionales y, si se tercia, de su paso a la política.

Es tal podredumbre la que explica que todos los partidos, y de manera muy especial los que tienen o han tenido gran poder -el PP, el PSOE, la antigua CiU- carezcan de ese pudor elemental que debería llevarlos a ser prudentes, teniendo lo que tienen en casa, a la hora de echar los pies por alto y acusar de corrupción a los demás en cuanto un posible caso que afecta a sus competidores, aunque pueda quedarse luego en agua de borrajas, salta a radios, televisiones y periódicos.

Los efectos de la corrupción sobre nuestro régimen político han sido devastadores, de forma muy especial en las dos últimas décadas. Pero, aun con los mismos jueces y fiscales, los mismos casos y los mismos imputados, todo habría sido distinto para la democracia española si los partidos hubieran aceptado la evidencia de que luchar sin tregua contra la corrupción es algo muy distinto a utilizarla, carroñeramente, como principal arma de combate frente a sus competidores. Muy distinto.