Indignados o asustados

Carlos G. Reigosa
Carlos G. Reigosa QUERIDO MUNDO

OPINIÓN

14 ago 2017 . Actualizado a las 07:58 h.

He podido comprobar que no soy el único -ni siquiera el primero- que se ha ido convenciendo poco a poco de que los españoles estamos ahora más asustados que indignados. Y, si realmente es así, creo que estamos ante un dato relevante, sobre todo si se quiere acertar en los análisis políticos y sociales. Porque no creo que el voto de un indignado sea exactamente el mismo que el de alguien asustado o atemorizado. Es una cuestión de ánimo que, a mi juicio, afecta a la hora de empuñar la papeleta y dar el voto. No estoy muy seguro de poder describir el intríngulis mental que se produce en uno u otro caso, pero la indignación, que antes bastaba para explicarlo y justificarlo casi todo, ahora ya no explica ni justifica casi nada. Quizá porque muchos nos hemos ido convenciendo de que, si nos indignamos todos, podemos armar la que no queremos, o la que tememos, o la que ya ni siquiera nos conviene como red para captar o retener votos. En su origen latino, la palabra indignación significa enfado por algo que es injusto. En este sentido es una reacción común y, en cierto modo, sana. A veces incluso sirve, como decía Malcolm X, para «hacer cambiar las cosas, porque la bisagra que rechina es la que consigue el aceite». Pero no debemos convertir el sentimiento de indignación en un derecho a la violencia, salvo en situaciones extremas que nos esclavicen o sometan a vejaciones intolerables. Es decir, el indignado no debería comportarse nunca como una víctima sin serlo. Pero es sabido que no siempre es así. El cineasta italiano Vittorio de Sica, ganador de cuatro premios Óscar, sostenía que «la indignación moral es, en la mayoría de los casos, un 2 % por ciento de moral, un 48 % de indignación y un 50 % de envidia». Y quizá no le faltaba razón. Pero más allá de estas consideraciones está la realidad de que la indignación se manifiesta como un hecho moral, incluso cuando sea tan solo una estrategia para dotarse de dignidad. Nuestros indignados y nuestros asustados debieran acortar distancias entre sus convicciones y sus resoluciones, como hizo Robinson Crusoe consigo mismo en su isla, cuando estaba en peligro de muerte. La soledad sirve para llegar a sabias conclusiones.