Ahora vendrán las discusiones sobre el número exacto de manifestantes, pero diez arriba o abajo, lo cierto es que Barcelona estuvo petada, que diría un moderno. Colapsada absolutamente por decenas o cientos de miles de personas que respondieron a la llamada del Govern y de los independentistas.
Fue una exhibición incontestable de una reivindicación masiva que nos hace ver, una vez más, que el problema catalán no fue abordado como requería. Y que ha crecido exponencialmente a pasos de gigante.
Porque anteayer por la tarde, como quien dice, los catalanes estaban pidiendo en la calle autonomía y amnistía. Tiempo después, cuando José María Aznar presumía de hablar catalán en la intimidad, Jordi Pujol, el jefe del clan del 5 %, aseguraba que el Govern planteó «siempre la autodeterminación dentro del marco de la Constitución española».
Y casi sin darnos cuenta nos hemos plantado en el 2017 con una Barcelona absolutamente colapsada pidiendo el referendo y la independencia.
Las cosas han ido desde entonces demasiado deprisa, y quizás también demasiado lejos, de la noche a la mañana, la Diada ha dejado de ser una celebración festiva y simbólica para convertirse, en no más de un lustro, en una acción de exigencias innegociables.
Ayer, bajo las pancartas, esteladas y senyeras se dieron cita independentistas radicales, ciudadanos ofendidos, desobedientes viscerales, autonomistas radicales, soberanistas templados, bravucones, burgueses, parados y hasta algún despistado que a lo mejor es que no tenía a dónde ir a esa hora.
Pero todos ellos estaban unidos por un sentimiento de rechazo hacia la inanición de un Gobierno que no ha querido entender y mucho menos hacer frente, a un problema que está tan enquistado que a estas alturas ya se nos antoja de casi imposible resolución. Habrá quien reste importancia a la impresionante concentración. No faltará también quien apele ahora a la mayoría silenciosa que en esta ocasión optó por quedarse en casa.
Y hasta habrá quien se niegue a reconocer el éxito de la concentración. Es más de lo mismo.
Seguir obstinado en no ver la realidad. Y la realidad es que Cataluña se ha exhibido ayer ante el mundo, en un clima de absoluto civismo y normalidad, reclamando que se le escuche y se le deje opinar.
Habrá que considerar la Diada del 2017 como la del fracaso más rotundo. El fracaso de instituciones y sus responsables por su incapacidad para dialogar y negociar. La Diada de ayer dejó ver el naufragio de unos dirigentes a los que les pudo el ego y la soberbia.
Y hasta aquí nos trajeron.
La Diada ha dejado de ser una celebración festiva y simbólica para convertirse, en no más de un lustro, en una acción de exigencias innegociables