Las zapatillas de Koldo

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

Edgardo

24 sep 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Esto me lo contó Koldo, un actor vasco, hace muchos años. Volvía en coche, con otro compañero, de ensayar en una nave industrial en las afueras de San Sebastián. Llegando a la capital donostiarra, se encontraron con un control de la Guardia Civil que les mandó detenerse. Eran los años de plomo, cuando ETA atentaba día sí, día no. En principio, los dos actores no tenían nada que temer, porque no estaban metidos en esas historias. Pero habían estado ensayando Hamlet y, en el momento en el que, linterna en mano, el número de la guardia civil les pidió que abriesen el maletero, Koldo se dio cuenta de que atrás llevaban un pico, un azadón, una sábana y unos sacos de tierra. Eran para hacer la escena de los enterradores del acto V, esa en la que uno de ellos canta, en la traducción de Astrana Marín, «un pico y un azadón, / un azadón y una sábana; / ¡Oh! Y un hoyo cavado en tierra / a tal huésped bien le cuadra».

Desgraciadamente, aquella era la época siniestra de los zulos y los secuestros. Para justificarse, Koldo se puso a contarles la trama de la obra a los guardias civiles, empezando por la aparición del fantasma y siguiendo por el «ser o no ser». «Yo mismo me daba cuenta -me contaba- de que aquello no había quien se lo creyera, aunque fuese la verdad». Acabaron pasando la noche en el entonces temible cuartel-fortaleza de Intxaurrondo, hasta que el director de la compañía fue a sacarles al día siguiente. Es un ejemplo del poder mágico del atrezo del teatro, que a veces atraviesa la barrera que separa la ficción de la realidad, y que más que una barrera sólida es como un brazo de niebla luguesa. Lo pensaba ayer, al ver imágenes de la gran venta de vestuario y accesorios de obras que organizaba la Royal Shakespeare Company. Se vendían hasta un total de 10.000 objetos a partir del módico precio de una libra esterlina. Lo hacen cada cierto número de años, cuando las coronas de hojalata, los miriñaques, los estandartes, los borceguíes y los gorros egipcios desbordan los arcones como si fueran espuma, y no se cierran ya ni sentando a la becaria encima.

No sé lo que habría en esa venta, porque las informaciones son parcas. La de 2011 me pilló en Inglaterra y recuerdo que se vendían, entre otras muchas cosas, la cota de malla de Enrique V, el vestido que se quita Julieta en el segundo acto de la obra y las zapatillas de Hamlet, que me probé y que me parecieron bastante cómodas. Era un espectáculo en sí mismo, esto de ver, en forma de baratillo, el universo creado por Shakespeare, que se puede decir, exagerando un poco, que es la base de toda imaginación literaria. Quien ha tenido algo de relación con el teatro -aunque sea solo como autor, como es mi caso- sabe que, como digo, la ropa y el atrezo de los actores tiene algo de mágico, y cómo se transfiguran de repente en el primer ensayo general con vestuario. Se les ve andar por el escenario incómodos dentro de los trajes demasiado prietos o demasiado rígidos de almidón, rascándose donde les roza la tela; y, sin embargo, poco a poco, se puede observar cómo el personaje que interpretan se va apoderando de ellos a través de la fuerza evocadora del traje.

Aquel día en el rastrillo de la Royal Shakespeare Company yo no compré nada, porque nunca he tenido espíritu coleccionista. Eso sí, esa noche me acordé de que había calzado las zapatillas de Hamlet, y por un momento especulé con superstición literaria de que se me pudiese haber contagiado algo de su melancolía y su incertidumbre. Por supuesto, deseché esa idea poco racional y me quedé dormido. Y aunque sé que soñé, sigo sin poder recordar el qué.

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