Puigdemont ya se cree jefe de Estado

Luís Pousa Rodríguez
Luís Pousa CON LETRA DEL NUEVE

OPINIÓN

05 oct 2017 . Actualizado a las 07:40 h.

De pequeño, Carles Puigdemont quería ser astronauta. Tenía siete años cuando Armstrong y Aldrin hicieron su paseo por la Luna y, como todos los niños de su generación, soñaba con subirse al Apolo XI. Pero Amer quedaba muy lejos de Cabo Cañaveral y, por desgracia, Puigdemont no se fue al espacio, sino al periodismo. Y desde el periodismo entendido como militancia desembocó, como era lógico, en la difunta Convergencia del tres por ciento y el clan de los Pujol. 

CiU era un generoso y patriótico coche escoba que lo mismo reinsertaba en la sociedad a los antiguos alcaldes franquistas que aupaba al poder a fogosos independentistas como Puigdemont. Al fin y al cabo, todos compartían la misma visión clasista, pequeñoburguesa y excluyente que configuró el nacionalismo catalán. 

Cuando la CUP pidió la cabeza de Artur Mas, Junts Pel Sí sacó del banquillo a un separatista en versión original como Puigdemont. Era el mesías ungido por la generación más perdida de la historia de Cataluña para conducirnos a todos al abismo del 1-O.

Y así llegamos a la noche de ayer, cuando el autoproclamado salvador de la nación catalana, uno de los líderes políticos más irresponsables y con más graves carencias intelectuales y morales de las últimas décadas, convocó al país a la misma hora que el día anterior lo había hecho el Rey. Lo suyo es la bilateralidad.

Puigdemont, que vistió corbata de luto para su apesadumbrado mensaje, pretendió hablar como si ya fuese el jefe de Estado de una Cataluña independiente y hasta se permitió amonestar al Rey: «Así no». Pero, por supuesto, fue incapaz de articular una respuesta sólida a las graves palabras de Felipe VI sobre la «deslealtad inadmisible» de las instituciones catalanas y se limitó a negar, sin más argumentos que su voluntarismo, la ilegalidad e ilegitimidad de un proceso que nació pisoteando la Constitución y el Estatuto.

No faltaron momentos realmente delirantes, como cuando llegó a decir que su proyecto «no tiene ningún problema con las identidades, las nacionalidades, las culturas...» o que el 1-O se vivió «una represión sin precedentes». También se pegó un glorioso tiro en el pie al sugerir que Cataluña podría abrir la puerta a otras naciones sin Estado en Europa, lo cual va a ser recibido con entusiasmo y alborozo por los grandes líderes de la UE.

El presidente de la Generalitat, desde la burda demagogia en la que se ha instalado el separatismo, maquilló su discurso con un tono aparentemente amable y abierto al diálogo, apelando a esa nebulosa «mediación internacional», pero el único fondo real de su alocución es que se dispone a aplicar el resultado del referendo. «Mi Gobierno no se desviará ni un milímetro», proclamó mientras llamaba a la negociación.

Y «aplicar el resultado del referendo» solo tiene una interpretación posible: las 38 páginas (11 de la Ley del referendo y 27 de la Ley de transitoriedad) del Diario Oficial de la Generalitat con las que Puigdemont, Junqueras, Forcadell, la CUP, Òmnium, la ANC y los cientos de miles de incautos que se han creído esta disparatada fantasía pretenden a volar por los aires la arquitectura democrática de España y -ojo a la metralla y a la onda expansiva- tal vez agrietar la mismísima Europa.

Si el lunes se consuma esta alucinación colectiva, el pequeño astronauta de Amer ya tendrá su globo terráqueo para jugar. Como Chaplin en El gran dictador.