A la cárcel

Fernanda Tabarés
Fernanda Tabarés OTRAS LETRAS

OPINIÓN

05 nov 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Camilo de Dios llegó a la cárcel de A Coruña tras ser capturado en Ourense. Había intentado mantenerse fiel a la república escondido en los montes de A Limia pero una acción en la ciudad salió fatal y acabó confinado en el penal de la Torre, un edificio melancólico con los muros golpeados por el mar total que baña el faro de Hércules. Camilo recuerda con precisión electrónica la vida en la celda y el trajín con los condenados a muerte que eran conducidos al pelotón de fusilamiento al otro lado del portón metálico de su mazmorra. En aquel paseíllo terminal era habitual que los que iban a ser liquidados se permitieran una última resistencia. Cuando Camilo escuchaba un desgarrador «¡Viva Rusia!» sabía que otro camarada iba al paredón.

Reaparece el relato de Camilo porque no es habitual platicar con alguien que haya sido confinado en una cárcel y él conoció la rutina de varias. Preclaros representantes de la élite económica hacen hoy bulto en prisiones diversas. Es fácil hacer chistes con el overbooking de golfos con pedigrí que pasean por los patios de España, especular con su adaptación al medio, pensar cómo se acostumbra la piel al tergal y el estómago, al rancho. No pienso ahora en la naturaleza de sus delitos; sí en que ese desfile de banqueros, folclóricas, empresarios y ministros por los módulos de recepción de España ha desdibujado el impacto brutal que padece un ser humano cuando es enviado a presidio. Tanto ilustre en el talego ha normalizado la cárcel pero la cárcel es un sitio terrible del que se sale siendo otro y en donde se sufren enfermedades propias del entorno, como la ceguera de prisión que afecta a los ojos cuando se les arrebatan enfoques de larga distancia. Tras el ruido y la furia del exterior, perturba pensar cómo una persona se enfrenta a la espesura brutal de una galería y al chirrido de una cerradura de la que no tiene llave.