Sí, este artículo es impopular. Y necesario

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

17 dic 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Que los oropeles de la meca del cine conocida por las gigantes letras blancas situadas en la colina más famosa del planeta -originariamente el anuncio de una promoción inmobiliaria: Hollywoodland- esconden incontables frustraciones, sufrimientos, abusos y desengaños, es bien sabido. Basta leer, entre la mucha literatura que el tema ha producido, el libro que ya en 1959 dejó escrito Kenneth Anger (Hollywood Babilonia) para enterarse de que aquella fábrica de ilusiones se alimenta de muchísimo talento, pero también de grandes dosis de mugre ética y moral, que convierte a no pocos meritorios y, sobre todo, meritorias, en la carne de cañón de quienes mandan en el negocio del show business.

Por eso, no tengo dudas de que Harvey Weinstein, a quien deben sus carreras y sus Oscar no pocas actrices del star system, es un depredador sexual que hizo de su profesión una forma de acosar a las mujeres abusando del inmenso poder que tenía para lanzarlas al estrellato o estrellarlas. Lo mismo cabe decir de Kevin Spacey, tan gran actor como al parecer miserable ser humano, que durante años ha vivido convencido de tener derecho a abusar sexualmente de cualquier varón que se le pusiera por delante y fuera de su gusto.

Lo que está ocurriendo en Hollywood demuestra que los abusos sexuales son un ataque a la libertad de las personas (de las mujeres sobre todo) que no conoce límites de clase, país o profesión. Y demuestra que perseguirlos es una tarea indispensable en la lucha por los derechos civiles, entre los cuales está sin duda el de no tener relaciones sexuales con quien uno no lo desea libremente.

Pero lo que está ocurriendo en Hollywood pone también de relieve que la lucha indispensable contra una lacra social intolerable puede derivar en una caza de brujas en la que cualquier acusación equivalga automáticamente a una condena y en la que la presunción de inocencia a la que todo acusado tiene derecho se deslice, de forma general, hacia una probatio diabólica: aquella por virtud de la cual es el acusado quien ha de demostrar su inocencia y no el acusador quien debe probar la culpabilidad.

Tal situación se presta, claro está, entre otras muchas cosas, a todos los ajustes de cuentas que es posible imaginar cuando basta acusar a alguien de acoso sexual para acabar con su vida y su carrera, pues la presunción social de que el acusado es culpable no puede combatirse ya por nadie so pena de ser socialmente vilipendiado sin piedad.

No me cuesta imaginar lo que ello podría suponer en el mundo de la empresa, la administración o la Universidad, por poner solo tres ejemplos. Por eso, aunque sé bien que este artículo es impopular, creo que mi obligación moral como jurista y defensor de la libertad es escribirlo: porque la causa de la liberación de las mujeres es demasiado importante como para defenderla sin denunciar el peligro de que pueda aprovecharse espuriamente por algunos para acabar con los principios en los que se basa la libertad y la seguridad jurídica de todos.