Un racista en la corte del rey Sombra

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

TOBIAS SCHWARZ

16 may 2018 . Actualizado a las 07:49 h.

Mark Twain escribió en 1889 una deliciosa novela de aventuras (Un yanqui en la corte del rey Arturo) que ahora me da pie para titular de un modo divertido acontecimientos que no tienen gracia alguna. Porque el dedazo de Puigdemont a favor de Joaquim Torra (Quim es de una familiaridad que me niego a tener con un sujeto de tan obscena catadura) y su designación por la mayoría del Parlamento catalán no constituye solo una desgracia política mayúscula para la normalización de Cataluña y la superación de la fractura que ha acabado devastándola. Suponen algo muchísimo peor: la llegada, por primera vez en España desde 1977, de un racista declarado a un cargo extraordinariamente relevante.

Fíjese el lector que lo de la corte del Rey Sombra es más que un recurso literario. Puigdemont, que ha montado la suya en Alemania, se comporta como un monarca absoluto cuya presunta legitimidad, que le reconocen los que como súbditos obedientes acatan sus ucases, nace de la historia, es decir, de haber sido presidente. Como un rey absoluto, designa sucesor provisional, dispone que nadie entre en su despacho y que el títere que ha puesto para que le vaya calentando la poltrona aguante en el puesto hasta que él mande disolver. No es casual que el primer acto político del nuevo monaguillo haya sido irse a Alemania a comparecer con el rey Sombra, pues la de Puigdemont resulta ya tan alargada como para que de su voluntad dependa toda la estrategia del nacionalismo catalán.

Lo del racista Torra es tan cierto como éticamente insoportable. Con casi cincuenta años, escribió el individuo cosas como estas: que, frente a la gente del sur, la del norte, entre la que están, of course, los nacionalistas catalanes, «es limpia, noble, libre y culta y feliz» (2008); que los que hablan castellano en Cataluña son «carroñeros, víboras, hienas. Bestias con forma humana, sin embargo, que destilan odio», a los que «repugna cualquier expresión de catalanidad. Es una fobia enfermiza. Hay algo freudiano en estas bestias. O un pequeño bache en su cadena de ADN. Pobres individuos» (2008); y que «España, esencialmente, ha sido un país exportador de miseria, material y espiritualmente hablando. Todo lo que han tocado los españoles se convirtió en fuente de discriminaciones raciales, diferencias sociales y subdesarrollo» (2010).

¿Se imaginan la zapatiesta que estaría organizando el nacionalismo catalán si cualquier cargo público de España se hubiera atrevido a decir sobre Cataluña y los catalanes la diezmillonésima parte de atrocidades que ha vomitado Joaquim Torra sobre España y los españoles? ¿Puede alguien que odia de tal manera a la mitad de la población que va a gobernar ser su presidente? ¿Ha llegado el electorado nacionalista catalán a tal grado de insensibilidad y sectarismo para que nadie salga en defensa de sus vecinos, sus hijos o sus hermanos que no son nacionalistas? De las tres preguntas esta tercera es la más inquietante y su segura respuesta la más desoladora.