La batalla infinita del Prestige

Alejandro Martín FIRMA INVITADA

OPINIÓN

13 nov 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Recibí la llamada de uno de mis tíos, de los de Madrid. Era febrero del 2003. Febrero es un mes que viene de golpe, como en la canción de Battiato. «He visto tu nombre en un reportaje del Interviú», me dijo. Sonó a reproche más que a elogio. Bajé al quiosco, me busqué en la revista y solo después de encontrar mi nombre y mostrárselo al quiosquero, para que lo viese bien, compré un ejemplar. Aquel reportaje informaba de la querella que Nunca Máis había decidido presentar contra responsables de la Administración marítima del Estado. Fue bajo el mando de nuestra Administración, entre los días 14 y 19 de noviembre de 2002, cuando el Prestige se vació e infectó nuestras costas y nuestras vidas y eso es algo que había que investigar. La Audiencia de A Coruña dijo eso mismo antes que Nunca Máis y allí, nombrados en el Interviú, un lugar muy extraño, aparecían los nombres de los abogados que la firmamos.

El juez de Corcubión, Javier Collazo, llamó a declarar a José Luis López Sors nada más admitir la querella. Aquel día a Sors lo asistió un abogado del Estado que no mucho después fichó por una firma internacional con nombre muy seductor. Años más tarde, cuando la Audiencia de A Coruña confirmó que Sors debía ser sometido a juicio, el antiguo director general habría de recordar aquel día en Corcubión en que se mostró tan altivo y falto de empatía que el tribunal que tuvo que decidir si lo enjuiciaba, el mismo que después lo absolvió, lo tomó por poco menos que un insolente y eso le costó el juicio, un juicio que la magistrada que se había hecho cargo del tramo final de la instrucción trató de impedir con argumentos que, al final, la propia Audiencia que la desdijo, y el mismo Tribunal Supremo, acabaron por hacer suyos.

En un receso de los que hubo aquella jornada en Corcubión se acercó a saludarnos, muy correcto, uno de los letrados de la naviera del Prestige y, como éramos de la acusación, quiso tranquilizarnos y en voz baja nos dijo que aquella misma mañana habían depositado en el juzgado un cheque por los 22 millones de euros de consignación a que los obligaba el Convenio del Mar. Nunca había escuchado pronunciar una cifra así en una conversación en la que yo tomase parte. Todo era enorme y nosotros, todos, demasiado pequeños.

22 millones de euros no caben en los poco más de seis kilómetros cuadrados que ocupa Corcubión. Ni en papel ni en apunte telemático caben. Y eso que no fueron más que una parte, menor, de lo que el Tribunal Supremo acabó por imponer, una cifra por la que los perjudicados han de seguir peleando en una batalla infinita. De alguna manera eso fue lo que pasó, que todo aquello no nos cupo ni siquiera en nueve años de instrucción y uno de juicio y que perdimos la oportunidad de, al menos, haber intentado cambiar de verdad ciertas cosas, algunas reglas. Nos queda la sensación de que, mañana, todo volverá a ocurrir tal como sucedió en el 2002.

Recibí una llamada de un periodista que dijo ser de un diario vasco llamado Eskaldunon Egunkaria. Durante aquellos días llamó mucha gente a la comisión jurídica y aquella me la asignaron a mí. La querella acababa de presentarse. Me entrevistó y, entre otras cosas, quiso saber por qué no estaba el ministro de Fomento entre los querellados. Porque entonces la querella no la van a admitir, le respondí. Al día siguiente, como había pasado con el Interviú, quise hacerme con un ejemplar de aquel periódico pero aquella noche, justo aquella noche, el juez Garzón lo clausuró y ya no llegó a distribuirse.