Flecha rota

Francisco Martelo TRIBUNA

OPINIÓN

14 nov 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

En Chapela, donde discurrió mi infancia, la principal referencia eran las industrias de los productos del mar con varias empresas conserveras que lo enlataban casi todo y otra consagrada al bacalao, la única que todavía mantiene una importantísima actividad; porque supo amoldarse, no sin dificultades, a lo que siempre hay que adaptarse: el cambio. Aprendimos entonces, que las mujeres trabajaban en las fábricas y los hombres en la mar, salvo algunos, más forzudos, casi hombres grúa, imprescindibles en las factorías como «rapaces para todo», junto a los administrativos, también varones, a los que denominábamos «escribientes». ¡División del trabajo por el sexo!

A pesar de que nos inculcaban que nosotros comíamos pescado fresco y las conservas eran para los del interior, con frecuencia, una lata era el premio demandado por un hijo tras el trabajo bien hecho.

Cuando surgía esa circunstancia, recuerdo como mi madre apretaba con gran sigilo la lata, para descartar la presencia de gas, siempre constante; si, contuviese una bacteria que necesita ambientes privados de oxígeno para crecer y, que segrega una toxina (flecha, en griego), capaz de producir, si la ingerimos, una denervación química que paraliza todos los músculos dando lugar a la enfermedad botulínica que, en la mayoría de los casos, es mortal; ya que, no podemos bloquear la toxina, siendo el único tratamiento posible el soporte vital con máquinas de respiración mecánica. A pesar de que en la actualidad solamente mueren en el mundo por botulismo unas 200 personas al año, se invierte en la enfermedad y en tratamientos e investigación, más dinero que en otras infecciones con millones de brotes anuales; como es el caso de la salmonella. ¡Por algo será!

Curiosamente, en los años setenta, un eminente oftalmólogo de San Francisco, basándose en que el efecto de la toxina botulínica depende de la dosis presente en el tejido, empezó a tratar, con mucho éxito, el estrabismo inyectando soluciones muy diluidas en la musculatura periocular, lo que se demostró ser también muy útil para las contracturas palpebrales. Precisamente una oftalmóloga, Jean Carruthers, en el año 1987, cuando trataba uno de estos casos de blefaroespasmo, superó el margen de inyección, observando que, había provocado la parálisis de unos músculos de la cara dando lugar a la desaparición de las arrugas del entrecejo y de las patas de gallo. Se dio, además, la afortunada circunstancia que su marido, cirujano estético, pudo poner en marcha los estudios que nos ha permitido utilizar, con seguridad, el Botox en los tratamientos cosméticos, durante estas últimas décadas.

Pero la trascendente noticia de estos días no es una novedad estética; sino la que han comunicado investigadores del Centro de Investigación Botulinum de Ciencias Avanzadas de los Estados Unidos, que han identificado una sustancia, el nitrofenil psoraleno, capaz de inhibir la neurotoxina botulínica. La presencia de este compuesto; no tiene una gran trascendencia porque podamos revertir un caso en el que nos hayamos pasamos con el botox, ni porque que las madres del actual tercer mundo puedan estar más tranquilas con las conservas de sus hijos; sino porque vamos a contar con un antídoto que neutraliza una posible y terrible arma letal, que nos pudiese enviar un enemigo, en el caso de que se atreviese a utilizarla en el marco de la denostada guerra biológica.