El escorpión y la rana

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

21 may 2019 . Actualizado a las 10:31 h.

La fábula del escorpión y la rana, atribuida a Esopo, se ha puesto de moda. No menos de cuatro artículos publicados ayer en la prensa española la utilizan, cada uno a su manera, para extraer moralejas disparatadas. Por si alguien, perdido en las montañas adonde no llegan el wifi ni los periódicos, todavía no la conoce, resumo la alegoría. La rana acepta atravesar el río con el escorpión subido a su grupa: confía en que el artrópodo no le clave su aguijón letal porque, en tal caso, se ahogarán los dos. Trágica decisión. El escorpión incumple su promesa y ataca a la rana por una razón incontestable: «No he tenido elección, es mi naturaleza». Su instinto asesino prevaleció sobre su instinto de supervivencia.

Visto lo visto, la tentación de endilgarle a Pedro Sánchez el papel de rana y al independentismo catalán la naturaleza del escorpión resulta irreprimible. Pero los modernos intérpretes de los episodios nacionales, dependiendo de qué pie cojean, tergiversan la fábula para salvar a uno de los dos protagonistas. El columnista Iu Forn asegura que «la rana siempre se ahoga y el escorpión tiene una red que lo protege». Jordi Juan, vicedirector de La Vanguardia, opina por el contrario que «la rana quiere comerse al escorpión», es decir, que el PSC pretende engullir a Esquerra Republicana.

Por mi parte, tal vez porque acabo de coincidir en Milán con el conciliábulo de escorpiones europeos presidido por Matteo Salvini, ni siquiera comparto la asignación de papeles. Lo que me asusta es el huevo de la serpiente que estamos incubando en Europa. Lo que me preocupa es que uno de cada tres franceses coquetee con la idea de que «a veces es deseable un gobierno no democrático». Lo que me inquieta es que la derecha española que se dice conservadora o liberal quiera cruzar el río con el ultra Abascal a su espalda. Será que no todos compartimos la escala de peligrosidad de las diversas especies de escorpiones.

Hay, sin embargo, una lección implícita en la fábula que ha pasado inadvertida a sus glosadores: en la España políticamente fragmentada de hoy ya no existe ningún partido capaz de atravesar el río en solitario. Las mayorías absolutas han desaparecido y las alianzas, más o menos peligrosas, son imprescindibles. Lo explica a la perfección el cuento de la liebre y la tortuga, también atribuido originalmente a Esopo y reescrito por La Fontaine y Samaniego. Esta vez no caben interpretaciones torticeras de su moraleja. En la versión larga de la fábula, la liebre y la tortuga se retaron a varias carreras para ver cuál de las dos era más rápida. Venció la veloz liebre una vez. Y ganó la lenta tortuga en dos ocasiones: la primera, porque la liebre se durmió en los laureles; la segunda, porque tropezó con un río y las liebres no nadan. Se hicieron entonces amigas y decidieron correr en equipo. La liebre cargó con la tortuga hasta llegar al río y allí intercambiaron los papeles: la tortuga vadeó la corriente con la liebre encaramada a su caparazón. No venció ninguna, pero ambas hicieron el recorrido en tiempo récord y alcanzaron la otra orilla. Ganó el país.