La irresistible tentación ministerial

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

Kiko Huesca | Efe

05 jun 2020 . Actualizado a las 09:20 h.

Fernando Grande-Marlaska se ganó a pulso la autoridad y admiración de las que gozó en España de forma general. Desde su puesto de magistrado de la Audiencia Nacional desarrolló una valerosa labor en la lucha contra ETA, cuando hacerlo significaba convertirse en objetivo de los terroristas. Por eso sufrió durante años el peligro cierto de ser asesinado y debió soportar lo que tan grave riesgo suponía: vivir protegido por quienes tenían como oficio evitar que los etarras lo mataran. De no haber sido por ellos quizá los pistoleros lo habrían logrado en la tentativa de atentado que prepararon contra él en el 2008.

Quiso luego Grande-Marlaska entrar en el Consejo General del Poder Judicial y tras intentarlo, sin éxito, como independiente, en el 2006, logró ser elegido en el 2012 con el apoyo del PP, distinguiéndose en el órgano de gobierno de los jueces por la defensa de los postulados del partido que lo había promovido para el puesto. Sus posiciones conservadoras no le impidieron sin embargo dar de la noche a la mañana un giro radical y aceptar en el 2018 el ministerio que Sánchez le ofreció.

Y es que, como tantos antes que él, Grande-Marlaska no fue capaz de soportar la, por lo visto, irresistible tentación ministerial. Aunque, como tantos antes que él, su decisión de entrar en el Gobierno haya resultado para su trayectoria profesional y personal la peor que podía haber tomado. ¿Se imaginan lo que sentirá el ministro cuando, sentado en el banco azul, contemple las componendas de su Gobierno con EH Bildu, cuyos miembros habrían celebrado con danzas y flores la eventual salida de la cárcel de los etarras que podrían haberlo asesinado? Es fácil suponer que un profundo escalofrío le recorrerá al ministro todo el cuerpo.

Como es fácil suponer su sufrimiento -el de un juez que se jugó la vida por hacer su trabajo con integridad profesional- al leer los comunicados en los que tres de las cuatro asociaciones judiciales existentes en España (el silencio de Jueces y Juezas para la Democracia es ominoso) le acusan, con fundamentos ya incontrovertibles, de haber intentado interferir desde el Gobierno la acción de la justicia de un modo inadmisible. Si la acusación de violar el principio democrático de la división de poderes puede no interpelar en su conciencia a los políticos profesionales que desarrollan piel de elefante, tiene que ser, sin embargo, terrible para un juez que ha desempeñado su labor jurisdiccional con tanta seriedad.

Por eso, más allá del hecho inobjetable de que Grande-Marlaska debe ser cesado de inmediato -por quien, por cierto, con toda probabilidad le encargó hacer lo que convierte en indispensable su salida del Gobierno: el propio presidente-, lo más incompresible es que el apego al cargo por quien nada ha ganado desempeñándolo lo mantenga atado a un puesto que, en realidad, lo ha privado del patrimonio que un gran juez construyó a base de coraje, esfuerzo y dedicación a una función cuya independencia ahora, torpe e incomprensiblemente, ha despreciado.