Nacionalismos: la anomalía española

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

Mariscal

04 ago 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

El 6 de diciembre de 1978 se inició en España un cambio histórico. La Constitución, con la que recuperamos los derechos y las instituciones democráticas, expresó el gran pacto en que se basó la transición: la reconciliación nacional entre todos los españoles que querían construir juntos un futuro en paz y en libertad.

Pero la Constitución trató también de satisfacer las aspiraciones de autogobierno regional, en el convencimiento de los partidos nacionales -que se revelaría desdichadamente errado con el tiempo- de que quienes más promovían la descentralización querían de verdad lo que entonces decían defender: la autonomía.

No era verdad. Tan no lo era, que frente a lo sucedido en la mayoría de las regiones españolas, los nacionalistas vascos y catalanes se valieron desde el principio del poder que la Constitución les otorgaba para trabajar contra la unidad y la solidaridad entre todos los españoles, impulsando procesos excluyentes de construcción nacional destinados a sentar las bases de la futura independencia: aunque el proyecto de Ibarretxe en el País Vasco y el golpe de Estado del 2017 en Cataluña fracasaron, dejaron claras cuales eran y son las intenciones de los secesionistas.

La gran anomalía que el nacionalismo ha supuesto para nuestra democracia no se limitaría, en todo caso, a su deslealtad con el proyecto de la España constitucional sino que se traduciría, también, en un hecho, a poco que se piense, totalmente estrafalario: que los mismos partidos y gobiernos regionales que han venido haciendo durante años una labor de zapa contra el pacto constitucional, han tenido en sus manos la llave de la gobernabilidad de España.

Para decirlo con una claridad que a un británico, a un francés o a un alemán les resultaría escandalosa: la estabilidad de los gobiernos en nuestro país, desde hace muchos años, aunque nunca como ahora, ha estado en poder de quienes tienen como principal proyecto la destrucción del país que cogobiernan.

La derivada final de todo lo anterior no resulta menos insufrible sino más: como consecuencia de esa presión nacionalista, los territorios fieles a la Constitución, que cumplen la ley y no discuten su aportación a la solidaridad, salen perjudicados en el reparto de los fondos y servicios bajo control del Estado en beneficio de las comunidades gobernadas por los separatistas, tratadas con exquisita atención por todos los gobiernos.

Estos días acabamos de verlo de nuevo con una plasticidad tan ofensiva que es increíble que no ponga en píe de guerra a la opinión pública española: mientras el Gobierno repartía en función de sus intereses electorales los fondos europeos en la Conferencia de Presidentes autonómicos, daba a Cataluña, que no asistió a la reunión, un trato bilateral privilegiado como premio a su permanente deslealtad, a las baladronadas de sus gobernantes y a su recurrente desprecio a la ley y a las instituciones constitucionales. Todo un ejemplo. Funesto, sí, pero transparente de cómo se gobierna hoy este país.