Aquellos días de julio

Abel Veiga JURISTA Y POLITÓLOGO

OPINIÓN

Javier Zorrilla | EFE

10 jul 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

El reloj de la vida consumaba lento e inexorablemente su implacable paso del tiempo. La cuenta atrás había arrancado: 48 horas fatídicas. Un joven concejal, solo 29 años, era el objetivo de la banda asesina. Miguel Ángel Blanco Garrido. ETA no podía soportar el éxito que supuso la liberación de Ortega Lara, 532 días con sus noches en un zulo de ignominia, horror y éxtasis humano. Habían decidido dejarlo allí, abandonado, entre las entrañas de una tierra inhóspita y bajo una pesadas maquinarias de olvido y silencio. Le encontraron. Lo celebramos todos. Era increíble. Se lo habíamos arrancado de la muerte y de la macabra historia de la banda hoy derrotada. Derrotada por una democracia sin embargo generosa con quienes otrora apoyaron, jalearon y siempre miraron hacia el lado de la indiferencia y vacunados contra el dolor, el inmenso dolor ajeno de cientos de mujeres viudas, hijos huérfanos, padres rotos, hermanos, etcétera.

Ermua se convirtió, de pronto, sin quererlo, en un aldabonazo cívico. Una respuesta a un clamor silente y acobardado durante décadas por las balas asesinas y la bravuconería de los vociferos batasunos y sus aledaños. Y en unas horas todo cambió, incluso los pasamontañas de los ertzainas. Todo se volvió un grito unánime de «ETA, aquí tienes mi nuca», porque sí, ahora sí, por fin todos éramos Miguel Ángel. Queríamos ser Miguel Ángel y no correr aquella suerte trágica. Aquel grito recorrió y estremeció cada rincón del País Vasco, siempre tan silente y mirando hacia otro lado, salvo aquellos que eran día tras día víctima, primero, de la muerte de un ser querido; después, de un insoportable y a la vez irrespirable silencio por parte de la sociedad vasca, sí, silencio mayoritario. Por una vez, el verdugo quebró su sonrisa asesina, sintió el hálito estremecedor del miedo, de que sus cimientos bajo unos pies de barro y terror, fuego y dolor, se rompían. Como acabaron rompiéndose. El asesinato de Miguel Ángel fue el error más mayúsculo de ETA y sus cómplices, más incluso que la barbarie de Hipercor con una sociedad aún anestesiada.

Le ejecutaron, maniatado, de rodillas, a traición, en la nuca, dos disparos. Descerrajadas dos balas con un mensaje de odio, de vileza, de maldad. La maldad y su banalidad hecha por la banda asesina, plasmación de un dolor civil increíble. Todos sentimos, todos rezamos, todos aguardamos, todos creíamos o queríamos creer que no lo consumarían. Pero lo hicieron. Las órdenes fueren crueles. Como en todos y cada uno de los más de ochocientos asesinatos de inocentes. La patria vasca mancillada y regada con el dolor silente y la sangre caliente de cientos de inocentes. Los verdugos de la vesania. La hidra sangrienta y sus mil cabezas.

Incluso los partidos políticos temieron la fuerza de Ermua. Nunca olvidaremos a aquellos padres, aquella sencillez y humildad con que afrontaron el ultimátum más amargo de la vida y de la historia misma de España. Aquella baquetas sobre aquél féretro que ya nunca tocarían platillos y timbales de luz y amor, en la noche más amarga. Aquella vigilia. Las dos María del Mar llorando al hermano y al novio. Y un pueblo con Carlos Totorika, valiente como pocos, digno y ejemplar alcalde que enarboló la bandera del basta ya de un pueblo, de una sociedad y un país entero.

Han pasado veinticinco años desde aquel dramático secuestro, ultimátum de 48 horas y ejecución de un inocente. Le encontraron malherido pero la muerte acudió solícita una vez más. La libertad debe mucho a aquellas 48 horas pero sobre todo a la derrota de la hidra, la misma que no aclara los asesinatos, más de 315, sin esclarecer y a punto de prescribir. Y que fue derrotada por el Estado de derecho. Aquel día nació algo muy importante. La derrota del miedo frente a ETA y la hidra. El precio, un hijo. Hoy enterrado en un cementerio de un pequeño pueblo de Galicia. Ya no están tampoco sus padres, pero estamos los que vivimos y lloramos de rabia e impotencia aquel día para reivindicar siempre a todos los Miguel Ángel que la banda asesinó.