Cuenta Jonathan Swift en su Gulliver que cuando este se encuentra viviendo en Liliput —donde es un preso que disfruta de alegre libertad condicional—, una noche comienza un incendio en el ala del palacio del emperador donde tenía sus aposentos la emperatriz, por el descuido de una doncella que estaba a la luz de una vela —pásmense ustedes— leyendo un libro; y que lo avisan para ayudar en lo posible. Y lo que se le ocurre es orinar desde su ingente altura lo que sería un auténtico río de aguas menores, que apaga el incendio, pero inunda el palacio y empapa a la emperatriz. Aquello, claro está, le cuesta una dura reprimenda y el odio eterno de su excelencia. Esto, nosotros lo llamamos matar moscas a cañonazos.
Y lo cuento porque cuando unos particulares fletan unas embarcaciones para emprender una travesía a una zona de guerra con el fin de mostrar su desacuerdo y denunciar un genocidio, no puede ser que aquello se convierta en una protesta pública y airada por el trato recibido. No puede admitirse que, ante sesenta mil muertos, ellos se quejen de que han recibido malos tratos psicológicos, que los han insultado y que les han atado las manos. La travesía resultó una vergonzosa y patética pataleta frente a los cuerpos de veinte mil niños. Y siento mucho que les hayan orinado encima, pero es el precio de la frivolidad.
Gulliver vuelve a casa y se vuelve a embarcar y vuelve a naufragar, y esta vez se encuentra en Brobdingnag, el país de los gigantes, y ahí, claro está, cambian las tornas.