Cuando a uno le cambian la hora y le hacen irse más temprano a la cama, el cuerpo, que al principio se resiste, acaba prefiriendo la posición decúbita y tiende a no querer volver a levantarse jamás. Eso le pasó al del escritor uruguayo Juan Carlos Onetti, que vino a Madrid, se bebió todas las estanterías de los bares y se metió en la cama. Allí escribió las últimas novelas de su extraordinaria obra, que trata siempre de perdedores que se mueven por los arrabales de la moral. Eso quiere decir que, en la cama, además de eso que usted está pensando, se pueden hacer muchas cosas. Marcel Proust, por ejemplo, escribió las tres mil páginas de En busca del tiempo perdido. En Eloísa está debajo de un almendro, de Jardiel Poncela, Edgardo Briones, que lleva veinte años acostado por un desengaño amoroso, pretende viajar todas las noches en tren a San Sebastián, para lo que su criado Fermín va haciendo los efectos especiales —toca el silbato y anuncia las paradas de la ruta—. La enfermera italo-británica del siglo XIX Florence Nightingale, que es referencia mundial de la profesión, tras pasar una gran parte de su vida viajando, pasó otra gran parte en la cama, como cuenta Woody Allen en Annie Hall. Yo mismo tuve un tío pontevedrés que vivía 364 días acostado, y, el que se levantaba, salía de vinos emulando a Onetti, y celebraba la alegría de estar vivo como si no hubiera un mañana. Pero como ese mañana llegaba, él lo recibía —con cierta resaca— de nuevo entre las sábanas. En fin, es una idea.