Donald Trump, un animal televisivo antes que político o empresario, presume de saber poner motes. Al expresidente Biden le llamaba Joe el soñoliento (sleepy, en inglés) porque parecía que se dormía en público. Aquel sobrenombre se convirtió en un meme, en un símbolo que caló en muchos ciudadanos: el demócrata, por su edad, no tenía la energía para llevar el país.
La tortilla ha dado la vuelta. Cada vez hay más dudas sobre el estado de salud de Trump, que frisa los 80. Las suscita él mismo. Con sus discursos inarticulados, poco coherentes, plagados de insultos. Y con sus siestas en público.
Sí, Donald se duerme en público. Lo han retratado los fotoperiodistas. Lo ha relatado The Washington Post en un artículo titulado Trump lucha por mantener sus ojos abiertos en una reunión de su Gobierno. Le ocurrió más veces. Y en noviembre reaccionó alporizado contra otra información de The New York Times que resaltaba, con datos, los «signos de fatiga» del hombre más viejo elegido presidente de Estados Unidos.
Trump, verborreico y narcisista, dice que no es «un dormilón» y presume, en mayúsculas, de salud. Pero desconfíen. Y fíjense. En lo que hace. En cómo dice lo que dice. En su peinado. En su faz naranja y en su mano maquillada. ¿Qué nos intenta ocultar?