¿Qué ha hecho preeminente a los Estados Unidos como superpotencia mundial durante los dos últimos siglos? ¿Una inmigración incesante en busca de futuro y libertad? ¿La sobreabundancia de recursos naturales? ¿Su temprana industrialización? ¿Una democracia estable? Lo cierto es que tras la Segunda Guerra Mundial su economía se convirtió en la más grande del mundo y el dólar, en la divisa de referencia. Sin embargo, aventuro una respuesta más: EE.UU. adquirió una ventaja determinante sobre el resto de las naciones porque fue la primera en organizar una educación pública, universal y gratuita cuando otros países educaban solo a sus élites.
Massachusetts, 1850. Horace Mann, secretario de Educación del Estado, crea más de mil escuelas públicas inspiradas en el sistema educativo prusiano, garantizando la escolarización obligatoria financiada con impuestos y la impartición de un currículo estandarizado. Pero mientras la educación prusiana se basaba en una obediencia ciega, que educaba súbditos como miembros de una estructura militar o industrial, la estadounidense pretendía formar una sociedad abierta de ciudadanos libres. El «espíritu de la frontera» obligaba a ello. Durante el siglo XVIII, este sentimiento impulsó un éxodo de millones de personas de este a oeste del país, autosuficientes y solidarias, para fundar poblaciones con casas, iglesias y escuelas. La vida de la frontera extendió la democracia por todo el territorio vinculando educación y construcción nacional. Significó el triunfo de «lo común», pero también el germen de una sensibilidad antielitista y refractaria al privilegio, que derivó en un profundo antiintelectualismo.
Decía Isaac Asimov que en EE.UU. siempre ha existido un culto a la ignorancia amparado por la falsa premisa de que la democracia permite que la ignorancia de uno sea tan válida como el conocimiento de otro. Trump regresó a la Casa Blanca con su motosierra ideológica encendida para desmantelar el departamento de Educación que financia las escuelas públicas con préstamos y programas dirigidos a los estudiantes más vulnerables.
No satisfecho con esto, está cancelando miles de millones de dólares de financiación a los Institutos Nacionales de Salud (NIH), un gigante de la ciencia y la investigación biomédica mundial, que cada año descubre los nuevos medicamentos aprobados contra el cáncer y otras enfermedades. El NIH invierte en ciencia uno de cada cuatro dólares mundiales, pero cada dólar genera más del doble en beneficios, posibilitando una inversión privada en I+D ocho veces mayor.
Este tijeretazo dinamita el avance del saber y gripa uno de los motores que impulsa la economía y el bienestar del país. En consecuencia, no solo supone un grave riesgo para la salud publica mundial, también implica una descapitalización de talento y la aceleración de su decadencia como imperio.
Nada nuevo. Siempre hubo gobiernos que han cultivado la ignorancia y el fanatismo persiguiendo las ideas que desafían el statu quo vigente. Recuerdan a aquellos bomberos de Fahrenheit 451, la distopía creada por Ray Bradbury, cuando quemaban los libros prohibidos mientras sus páginas carbonizadas revoloteaban como «mariposas negras», presagiando la destrucción del conocimiento y del pensamiento libre.