PISA, ¿diagnóstico o síntoma?

Javier de la Torre FIRMA INVITADA

OURENSE

22 abr 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

La OCDE es la cabeza pensante que decide cómo y a quién se destinan los préstamos del FMI y los fondos del Banco Mundial. Con el pretexto de paliar los efectos del déficit de algunas economías nacionales, o para construir infraestructuras en países devastados por la guerra o catástrofes naturales, el FMI y el Banco Mundial han acreditado a lo largo de los años ser más bien destructores que regeneradores de esas economías. Recientemente, y tras la crisis del 2008, sus controvertidos «programas de ajuste estructural» así lo han vuelto a confirmar. Al aplicar estos programas, algunos gobiernos europeos fueron obligados a la priorización del pago de la deuda externa, la reducción del empleo público, la bajada de salarios, la privatización de empresas estatales y a recortar el gasto en educación, sanidad y cultura.

Pues bien, en 1997 la OCDE creó otro «programa de ajuste estructural», pero en esta caso aplicado al sistema educativo. Se lo bautizó con el acróstico PISA (Programa para la Evaluación Internacional de Estudiantes). Inicialmente, fue lanzado con el fin de definir y concretar las «competencias clave» en los que deberían estar basados los modelos educativos nacionales. El concepto de «competencia» utilizado procede del mundo de la empresa. Según los autores del interesante ensayo Escuela o Barbarie (Akal, 2016) el concepto «competencia» fue acuñado por David McClelland, y hace referencia a las habilidades y destrezas requeridas al trabajador durante una entrevista de trabajo. Hoy en día el profesorado español Lomce tiene que elaborar sus programaciones didácticas de acuerdo con unas ocho-nueve competencias derivadas del PISA: lingüística, matemática, científico-tecnológica, digital, aprender a aprender, competencias sociales y cívicas, sentido de iniciativa y espíritu emprendedor, y, finalmente, competencia en expresiones culturales. Inmediatamente, se echa en falta en la lista la competencia «espíritu crítico», antaño omnipresente en las legislaciones educativas postfranquistas. Y, en general, se puede colegir del análisis semántico de la serie de competencias un vaciamiento generalizado de contenidos en favor de una sobrevaloración de los procedimientos. «Menos conocimientos y más competencias», este es el lema de esta «nueva educación» preocupada por el entrenamiento (coaching) de capacidades psicológicas como la iniciativa, la creatividad, el control de las emociones, la automotivación, la resiliencia y la adaptabilidad. Materias como la Historia, la Filosofía, la Literatura, Música, Lenguas clásicas presentan el defecto de que «distraen» (J.I.Wert) a nuestros alumnos de las exigencias económicas de la era científico-tecnológica. En consonancia con el pedigrí empresarial del concepto PISA de «competencia», el Informe de la OCDE titulado Estrategias de competencias de la OCDE: construyendo una estrategia eficaz para España afirma sin ambigüedad que hay que orientar el modelo educativo hacia las necesidades de la empresa, desde la educación primaria a la secundaria y la FP. Parece pues, que en esta concepción mercantilista el fin último de la educación no es la formación integral del estudiante como ciudadano, sino la formación de la persona como individuo empleable, como «capital humano» (Schultz y Becker) que saldrá al mercado para ser contratado o despedido. El presupuesto ético fundamental de este modelo establece que toda actividad humana persigue solamente el interés económico y el bienestar material. El resultado de este modelo educativo es ya visible: una sociedad desigual, agregado de individuos insolidarios, consumistas, acríticos, y adaptables.

¡Cuán lejos queda de todo esto el viejo Aristóteles y su comunidad de ciudadanos virtuosos adictos a la felicidad y a la justicia!. Una comunidad gobernada por un prudente y honesto Pericles, con unos ciudadanos gobernados, personas «física y mentalmente equilibradas, generosas, valerosas, sinceras, simpáticas, benevolentes, modestas,...». Allí nadie podría desentenderse de los asuntos de la ciudad. Sería propio de los señalados como «idiotas» la insolidaridad y la falta de compromiso social; pues, como ya lo había advertido su contemporáneo Demóstenes, del «cuidado de la ciudad» depende la felicidad de todos. Quiero pensar que, hoy en día, podríamos identificar a este ciudadano aristotélico educado en la virtud con aquel que ejerce una implacable crítica social de la desigualdad, la injusticia, y denuncia el venidero colapso de los recursos naturales. En fin, no pretendo con estas consideraciones poner en cuestión el valor académico del PISA como prueba de diagnóstico. En sí misma la tengo por una prueba más. Pero lo que sí me preocupa es que siga creciendo el número de administraciones públicas educativas de todo el mundo que acogen como algo completamente normal esta prueba diseñada, aplicada y evaluada por organismos que persiguen intereses económicos particulares. También resulta inquietante pensar que los ránkings plasmados en sus informes trienales sean utilizados, como en el caso de la Lomce, para justificar más recortes en la educación pública, y una aún mayor mercantilización e instrumentalización de los principios, y metodologías educativas. Por todo esto creo que PISA es, desde otro punto de vista, el síntoma.

Javier de la Torre es profesor de filosofía del IES As Lagoas