Tosca es nombre de ópera

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE

PILI PROL

22 ene 2019 . Actualizado a las 21:39 h.

Yo solía tener 17 años. Vivía feliz allí, con la sombra en forma de mostacho bajo la nariz. Las piernas temblorosas ante cada movimiento femenino, ingenuo acerca de la realidad, pero placentero en mi zona de seguridad. Las necesidades básicas cubiertas y un lavabo siempre cerca para calmar los impulsos.

Joven todavía para tomar decisiones considerables, adulto en la medida justa para tener voz sin la responsabilidad del voto.

Apenas me preocupaban las cosas que suceden mientras todos duermen.

Pasó el verano, otro más, y una mañana cualquiera, sin pedir permiso la vida decidió por mí que ya era hora de tener 18 años. ¡Así, sin preguntar!

Comprendí como un número puede voltearlo todo. El peligro y la ignorancia juntos en un revuelto casi diabólico, adoptando forma de cifra inofensiva a los ojos.

A los dos. Incluso al derecho. Quise calmar la ansiedad asfixiante que provoca ser adulto en los bares, refugio universal de cualquier tipo de problema existente, pero la ya legalidad de mi situación ante el licor más que actuar como bálsamo, dotaba a la escena de un orden lastimoso.

Todo en regla. Todo el riesgo agotado.

Decidí, ebrio y confundido por mi nueva condición, aceptar ser hombre -en edad sobre el papel al menos- y seguir a otros mayores. Arrastré los pies y un poco el alma hasta la calle Ervedelo. Crucé el puente confiado, mirando hacia abajo a pesar de este estúpido vértigo intermitente, demostrando no sé el qué a mi nuevo yo.

Timbraron en el número «diecialgo», donde un letrero con tipografía de alguna otra época y nombre de ópera no parecía prometer un mundo mejor. Alguien abrió la puerta en silencio.

Mis 18 años hablaron por mí y bajé la escalera que desde aquí recuerdo roja y de terciopelo, como si de una disparatada escena de Twin Peaks se tratase. Abajo un pequeño escenario con una barra metálica del suelo al techo y un camarero con pajarita escoltado por una decena de taburetes que todos los adultos a los que seguí ocuparon de manera ordenada.

Todo mi dinero, que no era poco, por un ron cola y el Básico 1 de Revólver castigando violento el tímpano. Si es tan solo amor, decía oportuno Carlos. Levanté la vista borrosa incapaz de dejar de mirar el hielo girar dentro del vaso. Una voz de pronto grave y rubia se dirigió a mí. Olía como el cenicero donde mi abuelo apagaba sus puros. Y desprovista de total convencimiento me invitó a pasar un buen rato a un coste desorbitado. El desconcierto me mareó. Vomité sobre la moqueta también roja como la escalera, y el mismo tipo que abrió la puerta me sacó en volandas abandonándome en el portal de al lado. Allí me dormí durante un par de horas. Desperté convencido del sueño. Pero la misma voz, ahora mentolada y morena, se preocupaba por mi estado y no por la cantidad que guardaba en mi cartera. Juré no volver a aquel sótano granate de Ervedelo. Yo solía tener 17 años, vivía feliz allí. Maldita manía esa de cambiarnos la edad.