La colonoscopia

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE

Agostiño Iglesias

23 mar 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Eran las 7.30 horas.

El despertador chilló con ese sonido insoportable y terrorífico de cada mañana.

Creo que debería cambiarlo de una vez.

Me tomé el último sobre que el médico me recetó para facilitar la evacuación intestinal, tras el cual ingerí un litro de agua y, acto seguido, otro de bebida energética. Sabor naranja, que tiene un regusto menos malo. Al parecer la preparación para un partido de pádel necesita la misma energía que una cagalera provocada

Decidí ir al hospital en taxi. La inseguridad de mi estómago no se consideró capaz de soportar las embestidas, frenazos y giros que los pilotos de rali, reconvertidos en conductores de autobús por esta ciudad, están acostumbrados en su rutina.

El hospital asomaba igual que la última vez que lo había visitado. Los gitanos fumando en la puerta, los coches haciendo de cada bocinazo otro quejido sordo, el mismo voluntario de esa ong que nadie conoce, y yo allí, pasmado frente a la puerta preguntándome si estaba ante el edificio adecuado.

Si me habría equivocado otra vez. Que quizás lo mío no era para tanto y era mejor volver a casa. La sensación de entrar en una película de los años sesenta me abrazó con cada paso que daba por la planta baja. Las paredes amarillas de la vejez, las salas de espera calurosas, las bombillas parpadeando. El CHUO con ese olor a thriller. Pero a mí solo me preocupaba que hubiesen dejado suficiente papel higiénico en el baño para solventar el siguiente apretón.

Con el ojete puesto a punto, porque no todos los días le miran ahí atrás a uno, me senté retorcido en uno de esos asientos naranjas de plástico que bien podrían estar en una estación de autobús o en un centro de salud. Apretando las nalgas esperé mi turno. Flirteé con la enfermera mientras me colocaba una vía en el brazo izquierdo seguro de mí mismo, confiado, porque aquel camisón talla única -y con única no me refiero a adecuada- solo dejaba ver mi trasero. Y todos conocemos lo excelso de mi culo.

Tumbado miré por la ventana sobre mi cabeza. El paisaje mortecino y abandonado que esconde el hospital por dentro no ayuda y decidí que era mejor escuchar lo que el gotelé me quisiera contar. Para cuando quise reaccionar habían empezado a sedarme en una estancia digna del mismísimo Doctor Frankenstein y entre balbuceos me dormí.

O eso creía yo. Volví en mí en una sala de reposo. Donde medio drogado el ritmo frenético de los gases de todos los asistentes -separados, eso sí, por robustas cortinas- se convertían en música celestial, armonías perfectas. Sin edad. Y me uní como se une el tenor a la escena.

La misma enfermera me miró ruborizada, no sé si porque al fin vio mi parte de atrás o porque, Dios o quien sea me perdone, le dediqué algún piropo inapropiado a medio camino entre la inconsciencia y la cordura. Salí entre bamboleos, y allí afuera, a las puertas de mi residencia, alguien se quejaba de la tarifa del párking.

Subí al autobús, el número 18, la colonoscopia pasó inadvertida. Algo hay que hacer en ese hospital.