Ami hija lo de tener que ponerse la vacuna del covid-19 no le hacía mucha gracia, y no porque sea una negacionista.
Le imponen las agujas, creo que como a muchos otros pequeños que aún no han cumplido los siete años —incluso como a muchos que superaron esa edad hace tiempo— y cuando el miércoles pasado salió del cole y le dije que nos íbamos a vacunar se hizo un poco la remolona. El temor no duró demasiado. En cuanto llegamos a la cola del recinto de vacunación y vio pululando por allí a Ladybug le cambió la cara y su predisposición fue mejorando. Emocionada porque la saludó Spiderman y le contó que cuando se pusiera el pinchazo le darían un carné de superheroína, cuando llegó nuestro turno se remangó decidida la camiseta ante la enfermera sin que tuvieran que pedírselo y, tras la inyección, salió más que satisfecha con su cartulina. Es una valiente, pensé yo, como miles de niños y niñas que en las últimas semanas se han puesto la vacuna contra el covid, dejando así su granito de arena para luchar contra un virus que a ellos les ha robado muchas cosas. Pero no es tiempo de pensar en eso, en lo triste, sino de admitir la normalidad con la que los pequeños se han tomado la vacunación y de reconocer lo fácil que se lo han puesto los organizadores, creando el entorno más amable para ellos. La sanidad pública, aunque ahora esté achuchada por la falta de medios humanos y técnicos para combatir esta potentísima sexta ola y el nunca antes visto incremento de contagios, nos ha vuelto a dar otra muestra de que sabe estar a la altura de las circunstancias.