Manuel Gelabert: «Atendemos ya a la tercera generación de pacientes, su fidelidad me satisface»
SANTIAGO
El médico y odontólogo reivindica que «Santiago es el mejor lugar para vivir»
14 sep 2019 . Actualizado a las 21:29 h.Tiene su despacho adornado con fotos de toda la familia, donde sobresale el marco de su madre, Carmen, fallecida hace poco tiempo. Manuel Gelabert González (Santiago, 1957) cumple este otoño treinta años al frente de la clínica odontológica que abrió tras graduarse en la universidad dominicana. Previamente se había licenciado en Medicina en la USC y posteriormente hizo un posgrado en periodoncia e implantes en el barcelonés Hospital de Bellvitge. «La odontología ha sido mi vida, con una dedicación absoluta, descuidando a veces la familia. Afortunadamente la consulta funciona a un ritmo alto y, aunque estoy próximo a la jubilación, espero venir a diario, porque la profesión me gusta mucho, pero con un planteamiento más suave», explica al final de una larga jornada.
Presume de tener el mejor equipo del mundo a su lado, donde figura su hija Cristina, odontóloga por la USC y máster en Ortodoncia por la Universidad Europea de Madrid, con la que el relevo está asegurado. Rememora que empezó con una clínica modesta y hoy posee doce mil fichas de pacientes: «Estamos atendiendo ya a la tercera generación. Mi mayor satisfacción es la fidelidad de los pacientes». En cuanto a la especialidad, sostiene que las técnicas básicas son las mismas, pero lo que ha cambiado son los materiales y los métodos diagnósticos. «Yo me hice médico por vocación. Me encanta el contacto con el paciente y muchos te cuentan su vida».
Amigo de sus amigos, el doctor Gelabert, que se confiesa nostálgico, recuerda su infancia feliz en la calle Pérez Constanti donde se crio: «Cuando miro por la ventana de la consulta veo el recorrido que hacía para ir al colegio Minerva, como se llamaba Peleteiro entonces». También tiene mitificada su pandilla de A Quintana: «Son amistades que conservo después de 40 años con una relación excepcional. Los amigos son lo más importante del mundo después de mi familia». Le gusta todo lo que tenga un mecanismo, colecciona trenes antiguos -«auténticas joyas que funcionan perfectamente»- y radios de válvulas: «además me gusta mucho la radio, sobre todo los informativos y los programas de economía». Y afirma no ser un esclavo del móvil, que no coge si no sabe quién lo llama.
Hijo de santiaguesa y mallorquín y el pequeño de cuatro hermanos varones, Manolo sueña con retirarse al campo a leer y escuchar música, sus «grandes pasiones». De hecho, ya está acumulando libros para la jubilación; sus preferencias están en la historia y la divulgación, así como en los documentales sobre naturaleza. «Ahora estoy leyendo la historia de tres heroínas dominicanas en tiempos del dictador Trujillo», aduce. Además se ha impuesto un par de tareas para cuando llegue el retiro, aprender a hablar bien el inglés y ordenar un sinfín de cajas con miles de fotos. Tiene cinco guitarras y exhibe una instantánea en papel de cuando de estudiante tocaba en la Tuna de Derecho: «Hasta que mi padre frustró mi vocación musical por bajo rendimiento académico» (risas). En aquellos tiempos -añade- en los que no hacía falta nada para ser feliz, destaca el magnífico ambiente que siempre se respiró en casa, donde sus padres le enseñaron, ante todo, el valor de la honradez y la generosidad. Y hoy cuatro nietos son la mayor alegría de su vida.
En el 2015 impulsó con el anterior director de Cáritas Interparroquial, José Antonio Beiroa, la puesta en marcha del sillón solidario, donde se ha atendido a más de quinientas personas. «Somos un grupo de profesionales sanitarios, sin mis compañeros no sería factible», se apura a precisar el doctor Gelabert. «Quise devolver a la sociedad algo de lo bien que me había ido», añade.
Con la ciudad mantiene una extraordinaria relación: «Santiago es el mejor lugar para vivir, donde conoces a todo el mundo, con todo a mano… Y es una ciudad limpia y bonita. Yo creo que no sería feliz en un sitio que no fuese Santiago». Y me despide mostrándome una pelota verde de las que venían con los zapatos Gorila, allá por el siglo XX, que acaba de comprar por dos euros en Internet. ¡Cuánta añoranza!