Manuel Giadás: «En los 13 metros cuadrados del Frankfurt hicimos hasta 1.500 bocadillos en una noche»

Olalla Sánchez Pintos
Olalla Sánchez SANTIAGO

SANTIAGO

El hostelero muestra uno de sus bocadillos delante del Frankfurt, el negocio que ganó fama en la rúa Nova de Abaixo en los 80 y que reabrió en Santiago de Chile en el 2020. «Muchos aún nos preguntan por el de jamón asado», apunta con orgullo, sin revelar la receta
El hostelero muestra uno de sus bocadillos delante del Frankfurt, el negocio que ganó fama en la rúa Nova de Abaixo en los 80 y que reabrió en Santiago de Chile en el 2020. «Muchos aún nos preguntan por el de jamón asado», apunta con orgullo, sin revelar la receta Paco Rodríguez

El hostelero reabrió en plena pandemia, y con nueva ubicación, el negocio que en los 80 y los 90 enganchó a varias generaciones de jóvenes

18 abr 2021 . Actualizado a las 09:19 h.

En una semana en la que la hostelería celebra, o encaja, un nuevo alivio en las restricciones, charlamos en la calle Santiago de Chile con Manuel Giadás, uno de los pocos profesionales del sector que, en medio de tanto abandono, regresa. Fue en marzo del 2020, unos días antes de que arrancase el confinamiento, cuando reabrió en esta nueva ubicación el Frankfurt, el emblemático templo de bocadillos que fidelizó a varias generaciones de estudiantes en la edad de oro de la movida santiaguesa. «No estaba entre mis planes retornar. Ya me había retirado y trabajaba en otro ámbito, pero la vida da muchas vueltas. Toca volver a luchar», reflexiona a sus 61 años, y sin dejar de echar la vista atrás.

Tras trabajar en sus inicios como camarero en locales como el Montoto o el Bristol, en 1985, con 25 años, se le presenta la oportunidad de reconducir el «antiguo Frankfurt», como él lo llama, en la rúa Nova de Abaixo. «Al principio creía que iba a ser cosa de poco tiempo. Lo veía pequeñito, como si no tuviera futuro», evoca con una sonrisa al aludir a las estrecheces de un espacio en donde no cabía una mesa, «tan solo seis personas, y para el que a diario había que comprar de todo porque no había dónde meterlo». «Al principio fue duro. Tardé casi tres años en arrancar, pero estaba recién casado y venía una niña en camino. No tenía más opción que tratar de innovar», sostiene al recordar cómo las múltiples variaciones de bocadillos propuestas, como la de jamón asado con tortilla, se confirmaron como un acierto. «Ensayaba mucho hasta que veía que gustaban. Llegué a probar durante tres meses en casa el adobo del lomo de cerdo o la salsa chimichurri. Yo no soy de esos que se cansan de lo que preparan», comparte riendo mientras mira con cariño a la cocina, donde ahora está su mujer. «Antes en el negocio la gente estaba a dos metros de ti. Se apoyaba en el mostrador y veía cómo preparabas todo. Era una relación muy cercana», incide no sin nostalgia. «Otra de las claves estaba en ser rápido. Los estudiantes se amontonaban porque sabían que no iban a esperar», añade agradecido a una joven clientela que durante las décadas de los 80 y 90 no dejó de crecer. «Venían tres o cuatro veces a la semana, muchos con intención de probar nuevos bocadillos, aunque al final siempre se llevaban el mismo. Casi todos buscaban uno a la carta, con cambios de ingredientes. Lo que estaba escrito, nunca servía», encadena divertido al rememorar unos años en los que se convirtió en testigo de excepción de cómo esa calle se erigía en epicentro noctámbulo. 

 

«Cada vez que llegaban esos jueves de multitudes, con la calle cortada al tráfico, a mí me entraba el tembleque e, incluso, en días como el del Apóstol me bajaba la tensión. Sabía lo que se me venía encima. A medianoche, cuando tomabas un respiro y salías a la puerta, solo había cabezas. Visto desde la perspectiva actual, aún sorprende más. Eso ya no vuelve», asevera, antes de trasladar su entrega a cifras. «Los viernes preparábamos más de 500 bocadillos. En varias ocasiones, y coincidiendo con el rali del botafumeiro, para que el que nos pedían 1.000, hicimos en los 13 metros cuadrados que tenía el local hasta 1.500 en una noche», refleja aún sorprendido. «Fueron 22 años de intenso trabajo, con jornadas de 16 horas. Una etapa muy buena, pero de gran coste personal, sin casi ver a mis hijos», enfatiza. «No podía ir tampoco a un circuito a rodar con mi moto», bromea al revelar esta afición.

PACO RODRÍGUEZ

En el 2007, y convencido de trabajar más relajado, da el salto a Área Central, a un local con más plantilla en el que repitió menú, pero en el que no conservó el nombre del Frankfurt. «Eso fue un error. Aún así, funcionó bien hasta que cerraron los cines», sostiene el hostelero que años después también probó suerte en una parrillada cercana e, incluso, y cansado del sector, dio el salto en la plaza de Vigo a una tienda de moda deportiva. «Ahí nos pesó la pujanza de Internet», admite. «Ese revés, y el ver cómo quedaba este local vacío, me animó a regresar a la restauración», explica. «Y, pese la pandemia, lo retomo con ilusión. Ver cómo clientes de los 80, que antes eran novios, vuelven ahora con sus hijos, emociona. Muchos se alegran al descubrir que reabrimos, y lo manifiestan de nuevo aquí. Eso me llena», acentúa.