El Gato Negro

Cristóbal Ramírez

SANTIAGO

04 oct 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Después de dieciocho meses he vuelto al Gato Negro. Y no fui antes porque, sencillamente, o no pude o para mí ir a locales cerrados entrañaba y entraña más peligros que para el común de los mortales. Cada uno lleva su cruz. Entrar, ver a Manolo, el dueño, que rápidamente me invitó a una taza, fue algo emotivo y al mismo tiempo hizo que mi memoria recuperara tiempos pasados.

Que el Gato Negro fuera mi favorito desde aquel lejano 1971 cuando llegué a Santiago con la encomiable misión -no siempre cumplida o al menos cumplida a tirones- de estudiar es algo irrelevante.

Pero el Gato Negro tiene una virtud de la que carecen la mayoría de los bares que abren sus puertas en el Franco y A Raíña: no se ha transformado más que lo estrictamente legal. O sea, hubo que poner servicios como Dios manda y cosas así, pero uno tiene la impresión de entrar en el mismo lugar donde entraban los estudiantes del franquismo: un sitio auténtico.

El local esconde historia, pero eso en este país es pecatta minuta. El reloj corre a toda prisa para aquellos que recordamos que en su parte de atrás tomaban las tazas históricos comunistas que habían pasado lo suyo y ya estaban fuera de juego. También recordamos cuando en 1972 o 1973 los grises (o sea, la policía) cargó por el Franco adelante, y en una ocasión entró en varios bares arrancando a estudiantes desde luego sin contemplaciones, pero nunca se atrevió a entrar en el Gato Negro, donde nos refugiábamos legión y donde su dueño, el suegro de Manolo, quedaba en primera línea con su imagen altiva y serena esperando a que llegara uno de aquellos bárbaros armados para preguntarle si quería una taza de ribeiro. Sí, el Gato Negro tiene mucha historia.