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Juan María Capeáns Garrido
Juan Capeáns CRÓNICAS URBANAS

SANTIAGO CIUDAD

28 jul 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Por los pelos conseguí llegar a la última proyección del espectáculo del Obradoiro. Mi objetivo era confirmar lo que en la noche del 24 pude escuchar desde la barra del bar Orella -fina ironía- y ver al mismo tiempo en la televisión.

Mi diagnóstico era certero. Sin la emoción ni el olor de la pólvora, el resultado era solo correcto tirando a bueno, concesión que hago a tenor de los aplausos de los turistas y las ansias de gastar la memoria del teléfono con vídeos que nunca volverán a ver.

La escena me llevó a 1993, unos años antes de saber qué iba a hacer de mi vida. Entonces aprovechaba cualquier oportunidad para ganar unas pesetas y además estaba en plena forma, así que me enrolé en la cuadrilla que hacía el trabajo sucio de los Fuegos. Me imaginé un curro penoso, subiendo sacos terreros a las cubiertas de la Catedral y descargando vallas de camiones.

Nada de eso ocurrió. Me pusieron unos auriculares de regidor para dar paso a unos gaiteiros que salían del Rectorado mientras en la fachada se proyectaban increíbles imágenes mezcladas con el fuego y una música impactante. Flipé por colores, valga la expresión en su sentido más estricto. Y por eso me acordé de los artífices de aquella función inolvidable, de la que el próximo verano se cumplen 25 años: la pirotecnia Caballer, la más antigua de España, que acaba de entrar hace unas semanas en concurso de acreedores; y el productor local, Nicolás Soto, que lleva casi dos años navegando por el Caribe con su mujer en un catamarán.

Y llegué a dos conclusiones: que no somos tan modernos como nos creemos. Y que la vida es como un foguete, nunca sabes por dónde va a salir.